lunes, 2 de noviembre de 2009

23. PROFECÍAS CUMPLIDAS.

Cuando hubo pasado el tiempo en que al principio se había esperado la venida del Señor -la primavera de 1844 - los que así habían esperado con fe su advenimiento se vieron envueltos durante algún tiempo en la duda y la incertidumbre. Mientras que el mundo los consideraba como completamente derrotados, y como si se hubiese probado que habían estado acariciando un engaño, la fuente de su consuelo seguía siendo la Palabra de Dios. Muchos continuaron escudriñando las Santas Escrituras, examinando de nuevo las pruebas de su fe, y estudiando detenidamente las profecías para obtener más luz. El testimonio de la Biblia en apoyo de su actitud parecía claro y concluyente. Había señales que no podían ser mal interpretadas y que daban como cercana la venida de Cristo. La bendición especial del Señor, manifestada tanto en la conversión de los pecadores como en el reavivamiento de la vida espiritual entre los cristianos, había probado que el mensaje provenía del cielo. Y aunque los creyentes no podían explicar el chasco que habían sufrido abrigaban la seguridad de que Dios los había dirigido en lo que habían experimentado.

Las profecías que ellos habían aplicado al tiempo del segundo advenimiento iban acompañadas de instrucciones que correspondían especialmente con su estado de incertidumbre e indecisión, y que los animaban a esperar pacientemente, en la firme creencia de que lo que entonces parecía obscuro a sus inteligencias sería aclarado a su debido tiempo.

Entre estas profecías se encontraba la de Habacuc 2 :1- 4: "Me pondré, dije, sobre mi atalaya, me colocaré sobre la fortaleza, y estaré mirando para ver qué me dirá Dios, y lo que yo he de responder tocante a mi queja. A lo que respondió 443 Jehová, y dijo: Escribe la visión, y escúlpela sobre tablillas, para que se pueda leer corrientemente, "Porque la visión todavía tardará hasta el plazo señalado; bien que se apresura hacia el fin, y no engañará la esperanza: aunque tardare, aguárdala, porque de seguro vendrá, no se tardará. ¡Pero he aquí al ensoberbecido! su alma no es recta en él: el justo empero por su fe vivirá."
Ya por el año 1842, la orden dada en esta profecía: "Escribe la visión, y escúlpela sobre tablillas, para que se pueda leer corrientemente," le había sugerido a Carlos Fitch la redacción de un cartel profético con que ilustrar las visiones de Daniel y del Apocalipsis. La publicación de este cartel fue considerada como cumplimiento de la orden dada por Habacuc. Nadie, sin embargo, notó entonces que la misma profecía menciona una dilación evidente en el cumplimiento de la visión - un tiempo de demora. Después del contratiempo, este pasaje de las Escrituras resultaba muy significativo: "La visión todavía tardará hasta el plazo señalado; bien que se apresura hacia el fin, y no engañará la esperanza: aunque tardare, aguárdala, porque de seguro vendrá, no se tardará.... El justo empero por su fe vivirá."

Una porción de la profecía de Ezequiel fue también fuente de fuerza y de consuelo para los creyentes: "Tuve además revelación de Jehová, que decía: Hijo del hombre, ¿qué refrán es éste que tenéis en la tierra de Israel, que dice: Se van prolongando los días, y fracasa toda visión? Por tanto diles: . . . Han llegado los días, y el efecto de cada visión; . . . hablaré, y la cosa que dijere se efectuará; no se dilatará más." "Los de la casa de Israel están diciendo: La visión que éste ve es para de aquí a muchos días; respecto de tiempos lejanos profetiza él. Por tanto diles: Así dice Jehová el Señor: No se dilatará más ninguna de mis palabras; lo que yo dijere se cumplirá." (Ezequiel 12: 21-25, 27, 28, V.M.) Los que esperaban se regocijaron en la creencia de que Aquel que conoce el fin desde el principio había mirado a través de los siglos, y previendo su contrariedad,  les había dado palabras de valor y esperanza. De no haber sido por esos pasajes de las Santas Escrituras, que los exhortaban a esperar con paciencia y firme confianza en la Palabra de Dios, su fe habría cejado en la hora de prueba.

La parábola de las diez vírgenes de S. Mateo 25, ilustra también lo que experimentaron los adventistas. En el capítulo 24 de S. Mateo, en contestación a la pregunta de sus discípulos respecto a la señal de su venida y del fin del mundo, Cristo había anunciado algunos de los acontecimientos más importantes de la historia del mundo y de la iglesia desde su primer advenimiento hasta su segundo; a saber, la destrucción de Jerusalén, la gran tribulación de la iglesia bajo las persecuciones paganas y papales, el obscurecimiento del sol y de la luna, y la caída de las estrellas. Después, habló de su venida en su reino, y refirió la parábola que describe las dos clases de siervos que esperarían su aparecimiento. El capítulo 25 empieza con las palabras: "Entonces el reino de los cielos será semejante a diez vírgenes." Aquí se presenta a la iglesia que vive en los últimos días la misma enseñanza de que se habla al fin del capítulo 24. Lo que ella experimenta se ilustra con las particularidades de un casamiento oriental.

"Entonces el reino de los cielos será semejante a diez vírgenes, que tomaron sus lámparas y salieron a recibir al esposo. Y cinco de ellas eran insensatas, y cinco prudentes. Porque las insensatas, cuando tomaron sus lámparas, no tomaron aceite consigo: pero las prudentes tomaron aceite en sus vasijas, juntamente con sus lámparas. Tardándose, pues, el esposo, cabecearon todas, y se durmieron. Mas a la media noche fue oído el grito: ¡He aquí que viene el esposo! ¡salid a recibirle!"
Se comprendía que la venida de Cristo, anunciada por el mensaje del primer ángel, estaba representada por la venida del esposo. La extensa obra de reforma que produjo la proclamación de su próxima venida, correspondía a la salida de las vírgenes. Tanto en esta parábola como en la de S. Mateo 24, se representan dos clases de personas. Unas y otras habían tomado sus lámparas, la Biblia, y a su luz salieron a recibir al Esposo. Pero mientras que "las insensatas, cuando tomaron sus lámparas, no tomaron aceite consigo," "las prudentes tomaron aceite en sus vasijas, juntamente con sus lámparas." Estas últimas habían recibido la gracia de Dios, el poder regenerador e iluminador del Espíritu Santo, que convertía su Palabra en una antorcha para los pies y una luz en la senda. A fin de conocer la verdad, habían estudiado las Escrituras en el temor de Dios, y habían procurado con ardor que hubiese pureza en su corazón y su vida. Tenían experiencia personal, fe en Dios y en su Palabra, y esto no podían borrarlo el desengaño y la dilación. En cuanto a las otras vírgenes, "cuando tomaron sus lámparas, no tomaron aceite consigo." Habían obrado por impulso. Sus temores habían sido despertados por el solemne mensaje, pero se habían apoyado en la fe de sus hermanas, satisfechas con la luz vacilante de las buenas emociones, sin comprender a fondo la verdad y sin que la gracia hubiese obrado verdaderamente en sus corazones. Habían salido a recibir al Señor, llenas de esperanza en la perspectiva de una recompensa inmediata; pero no estaban preparadas para la tardanza ni para el contratiempo. Cuando vinieron las pruebas, su fe vaciló, y sus luces se debilitaron.

"Tardándose, pues, el esposo, cabecearon todas, y se durmieron." La tardanza del esposo representa la expiración del plazo en que se esperaba al Señor, el contratiempo y la demora aparente. En ese momento de incertidumbre, el interés de los superficiales y de los sinceros a medias empezó a vacilar y cejaron en sus esfuerzos; pero aquellos cuya fe descansaba en un conocimiento personal de la Biblia, tenían bajo los pies una roca que no podía ser barrida por las olas de la contrariedad. "Cabecearon todas, y se durmieron;" una clase de cristianos se sumió en la indiferencia y abandonó su fe, la otra siguió esperando pacientemente hasta que se le diese mayor luz. Sin embargo, en la noche de la prueba esta segunda categoría  pareció perder, hasta cierto punto, su ardor y devoción. Los tibios y superficiales no podían seguir apoyándose en la fe de sus hermanos. Cada cual debía sostenerse por sí mismo o caer.
Por aquel entonces, despuntó el fanatismo. Algunos que habían profesado creer férvidamente en el mensaje rechazaron la Palabra de Dios como guía infalible, y pretendiendo ser dirigidos por el Espíritu, se abandonaron a sus propios sentimientos, impresiones e imaginación. Había quienes manifestaban un ardor ciego y fanático, y censuraban a todos los que no querían aprobar su conducta. Sus ideas y sus actos inspirados por el fanatismo no encontraban simpatía entre la gran mayoría de los adventistas; no obstante sirvieron para atraer oprobio sobre la causa de la verdad.

Satanás estaba tratando de oponerse por este medio a la obra de Dios y destruirla. El movimiento adventista había conmovido grandemente a la gente, se habían convertido miles de pecadores, y hubo hombres sinceros que se dedicaron a proclamar la verdad, hasta en el tiempo de la tardanza. El príncipe del mal estaba perdiendo sus súbditos, y para echar oprobio sobre la causa de Dios, trató de engañar a algunos de los que profesaban la fe, y de trocarlos en extremistas. Luego sus agentes estaban listos para aprovechar cualquier error, cualquier falta, cualquier acto indecoroso, y presentarlo al pueblo en la forma más exagerada, a fin de hacer odiosos a los adventistas y la fe que profesaban. Así, cuanto mayor era el número de los que lograra incluir entre los que profesaban creer en el segundo advenimiento mientras su poder dirigía sus corazones, tanto más fácil le sería señalarlos a la atención del mundo como representantes de todo el cuerpo de creyentes.

Satanás es "el acusador de nuestros hermanos," y es su espíritu el que inspira a los hombres a acechar los errores y defectos del pueblo de Dios, y a darles publicidad, mientras que no se hace mención alguna de las buenas acciones de este mismo pueblo. Siempre está activo cuando Dios obra para salvar las almas. Cuando los hijos de Dios acuden a presentarse  ante el Señor, Satanás viene también entre ellos. En cada despertamiento religioso está listo para introducir a aquellos cuyos corazones no están santificados y cuyos espíritus no están bien equilibrados. Cuando éstos han aceptado algunos puntos de la verdad, y han conseguido formar parte del número de los creyentes, él influye por conducto de ellos para introducir teorías que engañarán a los incautos. El hecho de que una persona se encuentre en compañía de los hijos de Dios, y hasta en el lugar de culto y en torno a la mesa del Señor, no prueba que dicha persona sea verdaderamente cristiana. Allí está con frecuencia Satanás en las ocasiones más solemnes, bajo la forma de aquellos a quienes puede emplear como agentes suyos.

El príncipe del mal disputa cada pulgada del terreno por el cual avanza el pueblo de Dios en su peregrinación hacia la ciudad celestial. En toda la historia de la iglesia, ninguna reforma ha sido llevada a cabo sin encontrar serios obstáculos. Así aconteció en los días de San Pablo. Dondequiera que el apóstol fundase una iglesia, había algunos que profesaban aceptar la fe, pero que introducían herejías que, de haber sido recibidas, habrían hecho desaparecer el amor a la verdad. Lutero tuvo también que sufrir gran aprieto y angustia debido a la conducta de fanáticos que pretendían que Dios había hablado directamente por ellos, y que, por lo tanto, ponían sus propias ideas y opiniones por encima del testimonio de las Santas Escrituras. Muchos a quienes les faltaba fe y experiencia, pero a quienes les sobraba confianza en sí mismos y a quienes les gustaba oír y contar novedades, fueron engañados por los asertos de los nuevos maestros y se unieron a los agentes de Satanás en la tarea de destruir lo que, movido por Dios, Lutero había edificado. Y los Wesley, y otros que por su influencia y su fe fueron causa de bendición para el mundo, tropezaron a cada paso con las artimañas de Satanás, que consistían en empujar a personas de celo exagerado, desequilibradas y no santificadas a excesos de fanatismo de toda clase.

Guillermo Miller no simpatizaba con aquellas influencias que conducían al fanatismo. Declaró, como Lutero, que todo espíritu debía ser probado por la Palabra de Dios. "El diablo - decía Miller- tiene gran poder en los ánimos de algunas personas de nuestra época. ¿Y cómo sabremos de qué espíritu provienen? La Biblia contesta: 'Por sus frutos los conoceréis.' . . . Hay muchos espíritus en el mundo, y se nos manda que los probemos. El espíritu que no nos hace vivir sobria, justa y piadosamente en este mundo, no es de Cristo. Estoy más y más convencido de que Satanás tiene mucho que ver con estos movimientos desordenados.... Muchos de los que entre nosotros aseveran estar completamente santificados, no hacen más que seguir las tradiciones de los hombres, y parecen ignorar la verdad tanto como otros que no hacen tales asertos." -Bliss, págs. 236, 237. "El espíritu de error nos alejará de la verdad, mientras que el Espíritu de Dios nos conducirá a ella. Pero, decís vosotros, una persona puede estar en el error y pensar que posee la verdad. ¿Qué hacer en tal caso? A lo que contestamos: el Espíritu y la Palabra están de acuerdo. Si alguien se juzga a sí mismo por la Palabra de Dios y encuentra armonía perfecta en toda la Palabra, entonces debe creer que posee la verdad; pero si encuentra que el espíritu que le guía no armoniza con todo el contenido de la ley de Dios o su Libro, ande entonces cuidadosamente para no ser apresado en la trampa del diablo." -The Advent Herald and Signs of the Times Reporter, tomo 8, No. 23 (15 de enero, 1845). "Muchas veces, al notar una mirada benigna, una mejilla humedecida y unas palabras entrecortadas, he visto mayor prueba de piedad interna que en todo el ruido de la cristiandad." -Bliss, pág. 282.

En los días de la Reforma, los adversarios de ésta achacaron todos los males del fanatismo a quienes lo estaban combatiendo con el mayor ardor. Algo semejante hicieron los adversarios del movimiento adventista. Y no contentos con desfigurar y abultar los errores de los extremistas y fanáticos, hicieron circular noticias desfavorables que no tenían el menor viso de verdad.
Esas personas eran dominadas por prejuicios y odios. La proclamación de la venida inminente de Cristo les perturbaba la paz. Temían que pudiese ser cierta, pero esperaban sin embargo que no lo fuese, y éste era el motivo secreto de su lucha contra los adventistas y su fe.

La circunstancia de que unos pocos fanáticos se abrieran paso entre las filas de los adventistas no era mayor razón para declarar que el movimiento no era de Dios, que lo fue la presencia de fanáticos y engañadores en la iglesia en días de San Pablo o de Lutero, para condenar la obra de ambos. Despierte el pueblo de Dios de su somnolencia y emprenda seriamente una obra de arrepentimiento y de reforma; escudriñe las Escrituras para aprender la verdad tal cual es en Jesús; conságrese por completo a Dios, y no faltarán pruebas de que Satanás está activo y vigilante. Manifestará su poder por todos los engaños posibles, y llamará en su ayuda a todos los ángeles caídos de su reino.

No fue la proclamación del segundo advenimiento lo que dio origen al fanatismo y a la división. Estos aparecieron en el verano de 1844, cuando los adventistas se encontraban en un estado de duda y perplejidad con respecto a su situación real. La predicación del mensaje del primer ángel y del "clamor de media noche," tendía directamente a reprimir el fanatismo y la disensión. Los que participaban en estos solemnes movimientos estaban en armonía; sus corazones estaban llenos de amor mutuo y de amor hacia Jesús, a quien esperaban ver pronto. Una sola fe y una sola esperanza bendita los elevaban por encima de cualquier influencia humana, y les servían de escudo contra los ataques de Satanás.

"Tardándose, pues, el esposo, cabecearon todas, y se durmieron. Mas a la media noche fue oído el grito: ¡ He aquí que viene el esposo ! ¡ salid a recibirle ! Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron y aderezaron sus lámparas." (S. Mateo 25: 5-7, V.M.) En el verano de 1844, a mediados de la época comprendida entre el tiempo en que se había supuesto primero  que terminarían los 2.300 días y el otoño del mismo año, hasta donde descubrieron después que se extendían, el mensaje fue proclamado en los términos mismos de la Escritura: "¡He aquí que viene el Esposo!"
Lo que condujo a este movimiento fue el haberse dado cuenta de que el decreto de Artajerjes en pro de la restauración de Jerusalén, el cual formaba el punto de partida del período de los 2.300 días, empezó a regir en el otoño del año 457 ant. de C., y no a principios del año, como se había creído anteriormente. Contando desde el otoño de 457, los 2.300 años concluían en el otoño de 1844. (Véanse el diagrama de la pág. 374 y también el Apéndice.)

Los argumentos basados en los símbolos del Antiguo Testamento indicaban también el otoño como el tiempo en que el acontecimiento representado por la "purificación del santuario" debía verificarse. Esto resultó muy claro cuando la atención se fijó en el modo en que los símbolos relativos al primer advenimiento de Cristo se habían cumplido.

La inmolación del cordero pascual prefiguraba la muerte de Cristo. San Pablo dice: "Nuestra pascua, que es Cristo, fue sacrificada por nosotros." (1 Corintios 5: 7.) La gavilla de las primicias del trigo, que era costumbre mecer ante el Señor en tiempo de la Pascua, era figura típica de la resurrección de Cristo. San Pablo dice, hablando de la resurrección del Señor y de todo su pueblo: "Cristo las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida." (1 Corintios 15: 23.) Como la gavilla de la ofrenda mecida, que era las primicias o los primeros granos maduros recogidos antes de la cosecha, así también Cristo es primicias de aquella inmortal cosecha de rescatados que en la resurrección futura serán recogidos en el granero de Dios.
Estos símbolos se cumplieron no sólo en cuanto al acontecimiento sino también en cuanto al tiempo. El día 14 del primer mes de los judíos, el mismo día y el mismo mes en que quince largos siglos antes el cordero pascual había sido inmolado, Cristo, después de haber comido la pascua con sus  discípulos, estableció la institución que debía conmemorar su propia muerte como "Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo." En aquella misma noche fue aprehendido por manos impías, para ser crucificado e inmolado. Y como antitipo de la gavilla mecida, nuestro Señor fue resucitado de entre los muertos al tercer día, "primicias de los que durmieron," cual ejemplo de todos los justos que han de resucitar, cuyo "vil cuerpo" "transformará" y hará "semejante a su cuerpo glorioso." (1 Corintios 15: 20; Filipenses 3: 21.).

Asimismo los símbolos que se refieren al segundo advenimiento deben cumplirse en el tiempo indicado por el ritual simbólico. Bajo el régimen mosaico, la purificación del santuario, o sea el gran día de la expiación, caía en el décimo día del séptimo mes judío (Levítico 16:29 - 34), cuando el sumo sacerdote, habiendo hecho expiación por todo Israel y habiendo quitado así sus pecados del santuario, salía a bendecir al pueblo. Así se creyó que Cristo, nuestro Sumo Sacerdote, aparecería para purificar la tierra por medio de la destrucción del pecado y de los pecadores, y para conceder la inmortalidad a su pueblo que le esperaba. El décimo día del séptimo mes, el gran día de la expiación, el tiempo de la purificación del santuario, el cual en el año 1844 caía en el 22 de octubre, fue considerado como el día de la venida del Señor. Esto estaba en consonancia con las pruebas ya presentadas, de que los 2.300 días terminarían en el otoño, y la conclusión parecía irrebatible.
En la parábola de S. Mateo 25, el tiempo de espera y el cabeceo son seguidos de la venida del esposo. Esto estaba de acuerdo con los argumentos que se acaban de presentar, y que se basaban tanto en las profecías como en los símbolos. Para muchos entrañaban gran poder convincente de su verdad; y el "clamor de media noche" fue proclamado por miles de creyentes.

Como marea creciente, el movimiento se extendió por el país. Fue de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo y hasta a  lugares remotos del campo, y consiguió despertar al pueblo de Dios que estaba esperando. El fanatismo desapareció ante esta proclamación como helada temprana ante el sol naciente. Los creyentes vieron desvanecerse sus dudas y perplejidades; la esperanza y el valor reanimaron sus corazones. La obra quedaba libre de las exageraciones propias de todo arrebato que no es dominado por la influencia de la Palabra y del Espíritu de Dios. Este movimiento recordaba los períodos sucesivos de humillación y de conversión al Señor que entre los antiguos israelitas solían resultar de las reconvenciones dadas por los siervos de Dios. Llevaba el sello distintivo de la obra de Dios en todas las edades. Había en él poco gozo extático, sino más bien un profundo escudriñamiento del corazón, confesión de los pecados y renunciación al mundo. El anhelo de los espíritus abrumados era prepararse para recibir al Señor. Había perseverancia en la oración y consagración a Dios sin reserva.

Dijo Miller al describir esta obra: "No hay gran manifestación de gozo; no parece sino que éste fuera reservado para más adelante, para cuando cielo y tierra gocen juntos de dicha indecible y gloriosa. No se oye tampoco en ella grito de alegría, pues esto también está reservado para la aclamación que ha de oírse del cielo. Los cantores callan; están esperando poderse unir a las huestes angelicales, al coro del cielo.... No hay conflicto de sentimientos; todos son de un corazón y de una mente." -Bliss, págs. 270, 271.
Otra persona que tomó parte en el movimiento testifica lo siguiente: "Produjo en todas partes el más profundo escudriñamiento del corazón y humillación del alma ante el Dios del alto cielo.... Ocasionó un gran desapego de las cosas de este mundo, hizo cesar las controversias y animosidades, e impulsó a confesar los malos procederes y a humillarse ante Dios y a dirigirle súplicas sinceras y ardientes para obtener perdón. Causó humillación personal y postración del alma cual nunca las habíamos presenciado hasta entonces. Como el Señor lo dispusiera por boca del profeta Joel, para cuando el día del  Señor estuviese cerca, produjo un desgarramiento de los corazones y no de las vestiduras y la conversión al Señor con ayuno, lágrimas y lamentos. Como Dios lo dijera por conducto de Zacarías, un espíritu de gracia y oración fue derramado sobre sus hijos; miraron a Aquel a quien habían traspasado, había gran pesar en la tierra,... y los que estaban esperando al Señor afligían sus almas ante él." -Bliss, en Advent Shield and Review, tomo 1, pág. 271 
(enero de 1845).

Entre todos los grandes movimientos religiosos habidos desde los días de los apóstoles, ninguno resultó más libre de imperfecciones humanas y engaños de Satanás que el del otoño de 1844. Ahora mismo, después del transcurso de muchos años, todos los que tomaron parte en aquel movimiento y han permanecido firmes en la verdad, sienten aún la santa influencia de tan bendita obra y dan testimonio de que ella era de Dios.*
Al clamar: "¡He aquí que viene el Esposo! ¡salid a recibirle!" los que esperaban "se levantaron y aderezaron sus lámparas;" estudiaron la Palabra de Dios con una intensidad e interés antes desconocidos. Fueron enviados ángeles del cielo para despertar a los que se habían desanimado, y para prepararlos a recibir el mensaje. La obra no descansaba en la sabiduría y los conocimientos humanos, sino en el poder de Dios. No fueron los de mayor talento,- sino los más humildes y piadosos, los que oyeron y obedecieron primero al llamamiento. Los campesinos abandonaban sus cosechas en los campos, los artesanos dejaban sus herramientas y con lágrimas y gozo iban a pregonar el aviso. Los que anteriormente habían encabezado la causa fueron los últimos en unirse a este movimiento. Las iglesias en general cerraron sus puertas a este mensaje, y muchos de los que lo aceptaron se separaron de sus congregaciones. En la providencia de Dios, esta proclamación se unió con el segundo mensaje angelical y dio poder a la obra.

El mensaje: "¡He aquí que viene el Esposo!" no era tanto un asunto de argumentación, si bien la prueba de las Escrituras era clara y terminante. Iba acompañado de un poder que movía e impulsaba al alma. No había dudas ni discusiones. Con motivo de la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén, el pueblo que se había reunido de todas partes del país para celebrar la fiesta, fue en tropel al Monte de los Olivos, y al unirse con la multitud que acompañaba a Jesús, se dejó arrebatar por la inspiración del momento y contribuyó a dar mayores proporciones a la aclamación: "¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!" (S. Mateo 21: 9.) Del mismo modo, los incrédulos que se agolpaban en las reuniones adventistas -unos por curiosidad, otros tan sólo para ridiculizarlas- sentían el poder convincente que acompañaba el mensaje: "¡He aquí que viene el Esposo!"
En aquel entonces había una fe que atraía respuestas del Cielo a las oraciones, una fe que se atenía a la recompensa. Como los aguaceros que caen en tierra sedienta, el Espíritu de gracia descendió sobre los que le buscaban con sinceridad. Los que esperaban verse pronto cara a cara con su Redentor sintieron una solemnidad y un gozo indecibles. El poder suavizador y sojuzgador del Espíritu Santo cambiaba los corazones, pues sus bendiciones eran dispensadas abundantemente sobre los fieles creyentes.
Los que recibieron el mensaje llegaron cuidadosa y solemnemente al tiempo en que esperaban encontrarse con su Señor. Cada mañana sentían que su primer deber consistía en asegurar su aceptación para con Dios. Sus corazones estaban estrechamente unidos, y oraban mucho unos con otros y unos por otros. A menudo se reunían en sitios apartados para ponerse en comunión con Dios, y oíanse voces de intercesión que desde los campos y las arboledas ascendían al cielo. La seguridad de que el Señor les daba su aprobación era para ellos más necesaria que su alimento diario, y si alguna nube obscurecía sus espíritus, no descansaban hasta que se hubiera desvanecido Como sentían el testimonio de la gracia que les perdonaba anhelaban contemplar a Aquel a quien amaban sus almas.

Pero un desengaño más les estaba reservado. El tiempo de espera pasó, y su Salvador no apareció. Con confianza inquebrantable habían esperado su venida, y ahora sentían lo que María, cuando, al ir al sepulcro del Salvador y encontrándolo vacío, exclamó llorando: "Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto." (S. Juan 20: 13.).

Un sentimiento de pavor, el temor de que el mensaje fuese verdad, había servido durante algún tiempo para refrenar al mundo incrédulo. Cumplido el plazo, ese sentimiento no desapareció del todo; al principio no se atrevieron a celebrar su triunfo sobre los que habían quedado chasqueados; pero como no se vieran señales de la ira de Dios, se olvidaron de sus temores y nuevamente profirieron insultos y burlas. Un número notable de los que habían profesado creer en la próxima venida del Señor, abandonaron su fe. Algunos que habían tenido mucha confianza, quedaron tan hondamente heridos en su orgullo, que hubiesen querido huir del mundo. Como Jonás, se quejaban de Dios, y habrían preferido la muerte a la vida. Los que habían fundado su fe en opiniones ajenas y no en la Palabra de Dios, estaban listos para cambiar otra vez de parecer. Los burladores atrajeron a sus filas a los débiles y cobardes, y todos éstos convinieron en declarar que ya no podía haber temor ni expectación. El tiempo había pasado, el Señor no había venido, y el mundo podría subsistir como antes, miles de años.

Los creyentes fervientes y sinceros lo habían abandonado todo por Cristo, y habían gozado de su presencia como nunca antes. Creían haber dado su último aviso al mundo, y, esperando ser recibidos pronto en la sociedad de su divino Maestro y de los ángeles celestiales, se habían separado en su mayor parte de los que no habían recibido el mensaje. Habían orado con gran fervor: "Ven, Señor Jesús; y ven presto." Pero no vino. Reasumir entonces la pesada carga de los cuidados y  perplejidades de la vida, y soportar las afrentas y escarnios del mundo, constituía una dura prueba para su fe y paciencia.

Con todo, este contratiempo no era tan grande como el que experimentaran los discípulos cuando el primer advenimiento de Cristo. Cuando Jesús entró triunfalmente en Jerusalén, sus discípulos creían que estaba a punto de subir al trono de David y de libertar a Israel de sus opresores. Llenos de esperanza y de gozo anticipado rivalizaban unos con otros en tributar honor a su Rey. Muchos tendían sus ropas como alfombra en su camino, y esparcían ante él palmas frondosas. En su gozo y entusiasmo unían sus voces a la alegre aclamación: "¡Hosanna al Hijo de David !" Cuando los fariseos, incomodados y airados por esta explosión de regocijo, expresaron el deseo de que Jesús censurara a sus discípulos, él contestó: "Si éstos callaren, las piedras clamarán." (S. Lucas 19: 40.) Las profecías deben cumplirse. Los discípulos estaban cumpliendo el propósito de Dios; sin embargo un duro contratiempo les estaba reservado. Pocos días pasaron antes que fueran testigos de la muerte atroz del Salvador y de su sepultura. Su expectación no se había realizado, y sus esperanzas murieron con Jesús. Fue tan sólo cuando su Salvador hubo salido triunfante del sepulcro cuando pudieron darse cuenta de que todo había sido predicho por la profecía, y de "que era necesario que el Mesías padeciese, y resucitase de entre los muertos." (Hechos 17: 3, ).

Quinientos años antes, el Señor había declarado por boca del profeta Zacarías: "¡Regocíjate en gran manera, oh hija de Sión! ¡rompe en aclamaciones, oh hija de Jerusalem! he aquí que viene a ti tu rey, justo y victorioso, humilde, y cabalgando sobre un asno, es decir, sobre un pollino, hijo de asna." (Zacarías 9: 9). Si los discípulos se hubiesen dado cuenta de que Cristo iba al encuentro del juicio y de la muerte, no habrían podido cumplir esta profecía. Del mismo modo, Miller y sus compañeros cumplieron la profecía y proclamaron un mensaje que la Inspiración había  predicho que iba a ser dado al mundo, pero que ellos no hubieran podido dar si hubiesen entendido por completo las profecías que indicaban su contratiempo y que presentaban otro mensaje que debía ser predicado a todas las naciones antes de la venida del Señor. Los mensajes del primer ángel y del segundo fueron proclamados en su debido tiempo, y cumplieron la obra que Dios se había propuesto cumplir por medio de ellos.

El mundo había estado observando, y creía que todo el sistema adventista sería abandonado en caso de que pasase el tiempo sin que Cristo viniese. Pero aunque muchos, al ser muy tentados, abandonaron su fe, hubo algunos que permanecieron firmes. Los frutos del movimiento adventista, el espíritu de humildad, el examen del corazón, la renunciación al mundo y la reforma de la vida, que habían acompañado la obra, probaban que ésta era de Dios. No se atrevían a negar que el poder del Espíritu Santo hubiera acompañado la predicación del segundo advenimiento, y no podían descubrir error alguno en el cómputo de los períodos proféticos. Los más hábiles de sus adversarios no habían logrado echar por tierra su sistema de interpretación profética. Sin pruebas bíblicas, no podían consentir en abandonar posiciones que habían sido alcanzadas merced a la oración y a un estudio formal de las Escrituras, por inteligencias alumbradas por el Espíritu de Dios y por corazones en los cuales ardía el poder vivificante de éste, pues eran posiciones que habían resistido a las críticas más agudas y a la oposición más violenta por parte de los maestros de religión del pueblo y de los sabios mundanos, y que habían permanecido firmes ante las fuerzas combinadas del saber y de la elocuencia y las afrentas y ultrajes tanto de los hombres de reputación como de los más viles.

Verdad es que no se había producido el acontecimiento esperado, pero ni aun esto pudo conmover su fe en la Palabra de Dios. Cuando Jonás proclamó en las calles de Nínive que en el plazo de cuarenta días la ciudad sería destruída, el Señor  aceptó la humillación de los ninivitas y prolongó su tiempo de gracia; no obstante el mensaje de Jonás fue enviado por Dios, y Nínive fue probada por la voluntad divina. Los adventistas creyeron que Dios les había inspirado de igual modo para proclamar el aviso del juicio. "El aviso -decían- probó los corazones de todos los que lo oyeron, y despertó interés por el advenimiento del Señor, o determinó un odio a su venida que resultó visible o no, pero que es conocido por Dios. Trazó una línea divisoria, . . . de suerte que los que quieran examinar sus propios corazones pueden saber de qué lado de ella se habrían encontrado en caso de haber venido el Señor entonces; si habrían exclamado: '¡He aquí éste es nuestro Dios; le hemos esperado, y él nos salvará!' o si habrían clamado a los montes y a las peñas para que cayeran sobre ellos y los escondieran de la presencia del que está sentado en el trono, y de la ira del Cordero. Creemos que Dios probó así a su pueblo y su fe, y vio si en la hora de aflicción retrocederían del sitio en que creyera conveniente colocarlos, y si abandonarían este mundo confiando absolutamente en la Palabra de Dios." -The Advent Herald and Signs of the Times Reporter, tomo 8, No. 14 (13 de nov. de 1844).

Los sentimientos de los que creían que Dios los había dirigido en su pasada experiencia, están expresados en las siguientes palabras de Guillermo Miller: "Si tuviese que volver a empezar mi vida con las mismas pruebas que tuve entonces, para ser de buena fe para con Dios y los hombres, tendría que hacer lo que hice." "Espero haber limpiado mis vestiduras de la sangre de las almas; siento que, en cuanto me ha sido posible, me he librado de toda culpabilidad en su condenación." "Aunque me chasqueé dos veces -escribió este hombre de Dios,- no estoy aún abatido ni desanimado... Mi esperanza en la venida de Cristo es tan firme como siempre. No he hecho más que lo que, después de años de solemne consideración, sentía que era mi solemne deber hacer. Si me he equivocado, ha sido del lado de la caridad, del amor a mis semejantes  y movido por el sentimiento de mi deber para con Dios." "Algo sé de cierto, y es que no he predicado nada en que no creyese; y Dios ha estado conmigo, su poder se ha manifestado en la obra, y mucho bien se ha realizado." "A juzgar por las apariencias humanas, muchos miles fueron inducidos a estudiar las Escrituras por la predicación de la fecha del advenimiento; y por ese medio y la aspersión de la sangre de Cristo, fueron reconciliados con Dios." -Bliss, págs. 256, 255, 277, 280, 281. "Nunca he solicitado el favor de los orgullosos, ni temblado ante las amenazas del mundo. No seré yo quien compre ahora su favor, ni vaya más allá del deber para despertar su odio. Nunca imploraré de ellos mi vida ni vacilaré en perderla, si Dios en su providencia así lo dispone." -J. White, Lite of Wm. Miller, pág. 315.

Dios no se olvidó de su pueblo; su Espíritu siguió acompañando a los que no negaron temerariamente la luz que habían recibido ni denunciaron el movimiento adventista. En la Epístola a los Hebreos hay palabras de aliento y de admonición para los que vivían en la expectación y fueron probados en esa crisis: "No desechéis pues esta vuestra confianza, que tiene una grande remuneración. Porque tenéis necesidad de la paciencia, a fin de que, habiendo hecho la voluntad de Dios, recibáis la promesa. Porque dentro de un brevísimo tiempo, vendrá el que ha de venir, y no tardará. El justo empero vivirá por la fe; y si alguno se retirare, no se complacerá mi alma en él. Nosotros empero no somos de aquellos que se retiran para perdición, sino de los que tienen fe para salvación del alma." (Hebreos 10: 35-39)
Que esta amonestación va dirigida a la iglesia en los últimos días se echa de ver por las palabras que indican la proximidad de la venida del Señor: "Porque dentro de un brevísimo tiempo, vendrá el que ha de venir, y no tardará." Y este pasaje implica claramente que habría una demora aparente, y que el Señor parecería tardar en venir. La enseñanza dada aquí se aplica especialmente a lo que les pasaba a los adventistas en ese  entonces. Los cristianos a quienes van dirigidas esas palabras estaban en peligro de zozobrar en su fe.

Habían hecho la voluntad de Dios al seguir la dirección de su Espíritu y de su Palabra; pero no podían comprender los designios que había tenido en lo que habían experimentado ni podían discernir el sendero que estaba ante ellos, y estaban tentados a dudar de si en realidad Dios los había dirigido. Entonces era cuando estas palabras tenían su aplicación: "El justo empero vivirá por la fe." Mientras la luz brillante del "clamor de media noche" había alumbrado su sendero, y habían visto abrirse el sello de las profecías, y cumplirse con presteza las señales que anunciaban la proximidad de la venida de Cristo, habían andado en cierto sentido por la vista. Pero ahora, abatidos por esperanzas defraudadas, sólo podían sostenerse por la fe en Dios y en su Palabra. El mundo escarnecedor decía: "Habéis sido engañados. Abandonad vuestra fe, y declarad que el movimiento adventista era de Satanás." Pero la Palabra de Dios declaraba: "Si alguno se retirare, no se complacerá mi alma en él." Renunciar entonces a su fe, y negar el poder del Espíritu Santo que había acompañado al mensaje, habría equivalido a retroceder camino de la perdición. Estas palabras de San Pablo los alentaban a permanecer firmes: "No desechéis pues esta vuestra confianza;" "tenéis necesidad de la paciencia;" "porque dentro de un brevísimo tiempo, vendrá el que ha de venir, y no tardará." El único proceder seguro para ellos consistía en apreciar la luz que ya habían recibido de Dios, atenerse firmemente a sus promesas, y seguir escudriñando las Sagradas Escrituras esperando con paciencia y velando para recibir mayor luz. (El Conflicto De Los Siglos de E.G. de White)

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