AMENAZADO
de muerte por la ira de Esaú, Jacob salió fugitivo de la casa de su
padre; pero llevó consigo la bendición paterna. Isaac le había renovado
la promesa del pacto y como heredero de ella, le había mandado que
tomase esposa de entre la familia de su madre en Mesopotamia. Sin
embargo, Jacob emprendió su solitario viaje con un corazón profundamente
acongojado. Con sólo su báculo en la mano, debía viajar durante varios
días por una región habitada por tribus indómitas y errantes. Dominado
por su remordimiento y timidez, trató de evitar a los hombres, para no
ser hallado por su airado hermano. Temía haber perdido para siempre la
bendición que Dios había tratado de darle, y Satanás estaba listo para
atormentarle con sus tentaciones.
La
noche del segundo día le encontró lejos de las tiendas de su padre. Se
sentía desechado, y sabía que toda esta tribulación había venido sobre
él por su propio proceder erróneo. Las tinieblas de la desesperación
oprimían su alma, y apenas se atrevía a orar. Sin embargo, estaba tan
completamente solo que sentía como nunca antes la necesidad de la
protección de Dios. Llorando
y con profunda humildad, confesó su pecado, y pidió que se le diera
alguna evidencia de que no estaba completamente abandonado.
Pero su corazón agobiado no encontraba alivio. Había perdido toda
confianza en sí mismo, y temía haber sido desechado por el Dios de sus
padres.
Pero
Dios no abandonó a Jacob. Su misericordia alcanzaba todavía a su
errante y desconfiado siervo. Compasivamente el Señor reveló a Jacob
precisamente lo que necesitaba: un Salvador. Había pecado; pero su
corazón se llenó de gratitud 183 cuando vio revelado un camino por el
cual podría ser restituído a la gracia de Dios.
UNA VISIÓN CELESTIAL
Cansado
de su viaje, el peregrino se acostó en el suelo, con una piedra por
cabecera. Mientras dormía, vio una escalera, clara y reluciente, "que
estaba apoyada en tierra, y su cabeza tocaba en el cielo." (Véase
Génesis 28.) Por esta escalera subían y bajaban ángeles. En lo alto de
ella estaba el Señor de la gloria, y su voz se oyó desde los cielos:
"Yo soy Jehová, el Dios de Abraham tu padre, y el Dios de Isaac." La
tierra en que estaba acostado como desterrado y fugitivo le fue
prometida a él y a su descendencia, al asegurársela: "Todas las familias
de la tierra serán benditas en ti y en tu simiente." Esta
promesa había sido dada a Abrahán y a Isaac, y ahora fue repetida a
Jacob. Luego, en atención especial a su actual soledad y tribulación,
fueron pronunciadas las palabras de consuelo y estímulo: "He aquí,
yo soy contigo, y te guardaré por donde quiera que fueres, y te volveré
a esta tierra; porque no te dejaré hasta tanto que haya hecho lo que te
he dicho."
El Señor conocía las malas influencias que rodearían a Jacob y los peligros a que estaría expuesto. En
su misericordia abrió el futuro ante el arrepentido fugitivo, para que
comprendiese la intención divina a su respecto, y a fin de que estuviese
preparado para resistir las tentaciones que necesariamente sufriría,
cuando se encontrase solo entre idólatras e intrigantes.
Tendría entonces siempre presente la alta norma a que debía aspirar, y
el saber que por su medio se cumpliría el propósito de Dios le incitaría
constantemente a la fidelidad.
En esta visión el plan de la redención le fue revelado a Jacob, no del todo, sino hasta donde le era esencial en aquel momento. La
escalera mística que se le mostró en su sueño, fue la misma a la cual
se refirió Cristo en su conversación con Natanael. Dijo el Señor: "De
aquí adelante veréis el cielo abierto, y los ángeles de Dios que suben y
descienden sobre el Hijo del hombre."
(Juan 1: 51.)
Hasta
el tiempo de la rebelión del hombre contra el gobierno 184 divino,
había existido libre comunión entre Dios y el hombre. Pero el pecado de
Adán y Eva separó la tierra del cielo, de manera que el hombre no podía
ya comunicarse con su Hacedor. Sin embargo, no se dejó al mundo en
solitaria desesperación. La escalera representa a Jesús, el medio señalado para comunicarnos con el cielo.
Si no hubiese salvado por sus méritos el abismo producido por el
pecado, los ángeles ministradores no habrían podido tratar con el hombre
caído. Cristo une el hombre débil y desamparado con la fuente del poder infinito.
Todo
esto se le reveló a Jacob en su sueño. Aunque su mente comprendió en
seguida una parte de la revelación, sus grandes y misteriosas verdades
fueron el estudio de toda su vida, y las fue comprendiendo cada vez
mejor.
¡EL DIEZMO DE JACOB!
Jacob
se despertó de su sueño en el profundo silencio de la noche. Las
relucientes figuras de su visión se habían desvanecido. Sus ojos no
veían ahora más que los contornos obscuros de las colinas solitarias y
sobre ellas el cielo estrellado. Pero experimentaba un solemne
sentimiento de que Dios estaba con él. Una presencia invisible llenaba
la soledad. "Ciertamente Jehová está en este lugar -dijo- y yo no lo sabía... No es otra cosa que casa de Dios, y puerta del cielo."
"Y
levantóse Jacob de mañana, y tomó la piedra que había puesto de
cabecera, y alzóla por título, y derramó aceite encima de ella."
Siguiendo la costumbre de conmemorar los acontecimientos de importancia,
Jacob erigió un monumento a la misericordia de Dios, para que siempre
que pasara por aquel camino, pudiese detenerse en ese lugar sagrado para
adorar al Señor. Y llamó aquel lugar Betel; o sea, "casa de Dios."
Con profunda gratitud repitió la promesa que le aseguraba que la
presencia de Dios estaría con él; y luego hizo el solemne voto: "Si
fuere Dios conmigo, y me guardare en este viaje que voy, y me diere pan
para comer y vestido para vestir, y si tornare en paz a casa de mi
padre, Jehová será mi Dios, y esta piedra que he puesto por título, será
185 casa de Dios: y de todo lo que me dieres, el diezmo lo he de apartar para ti." (Gén. 28: 20-22.)
Jacob
no estaba tratando de concertar condiciones con Dios. El Señor ya le
había prometido prosperidad, y este voto era la expresión de un corazón
lleno de gratitud por la seguridad del amor y la misericordia de Dios. Jacob
comprendía que Dios tenía sobre él derechos que estaba en el deber de
reconocer, y que las señales, especiales de la gracia divina que se le
habían concedido, le exigían reciprocidad. Cada bendición que se nos concede demanda una respuesta hacia el Autor de todos los dones de la gracia. El
cristiano debiera repasar muchas veces su vida pasada, y recordar con
gratitud las preciosas liberaciones que Dios ha obrado en su favor,
sosteniéndole en la tentación, abriéndole caminos cuando todo parecía
tinieblas y obstáculos, y dándole nuevas fuerzas cuando estaba por
desmayar. Debiera reconocer todo esto como pruebas de la protección de
los ángeles celestiales. En
vista de estas innumerables bendiciones debiera preguntarse muchas
veces con corazón humilde y agradecido: "¿Qué pagaré a Jehová por todos
sus beneficios para conmigo?" (Sal. 116: 12.)
Nuestro tiempo, nuestros talentos y nuestros bienes debieran dedicarse en forma sagrada al que nos confió estas bendiciones.
Cada vez que se obra en nuestro favor una liberación especial, o
recibimos nuevos e inesperados favores, debiéramos reconocer la bondad
de Dios, expresando nuestra gratitud no sólo en palabras, sino, como
Jacob, mediante ofrendas y dones para su causa. Así como recibimos
constantemente las bendiciones de Dios, también hemos de dar sin cesar.
"Y
de todo lo que me dieres -dijo Jacob,- el diezmo lo he de apartar para
ti." Nosotros que gozamos de la clara luz y de los privilegios del
Evangelio, ¿nos contentaremos con darle a Dios menos de lo que daban
aquellos que vivieron en la dispensación anterior menos favorecida que
la nuestra? 186 De ninguna manera. A medida que aumentan las
bendiciones de que gozamos, ¿no aumentan nuestras obligaciones en forma
correspondiente?
Pero ¡cuán en poco las tenemos!
¡Cuán imposible es el esfuerzo de medir con reglas matemáticas lo que le debemos en tiempo, dinero y afecto, en respuesta a un amor tan inconmensurable y a una dádiva de valor tan inconcebible!
¡Los diezmos para Cristo!
¡Oh, mezquina limosna, pobre recompensa
para lo que ha costado tanto!
Desde la cruz del Calvario, Cristo nos pide una consagración sin reservas. Todo lo que tenemos y todo lo que somos, lo debiéramos dedicar a Dios.
Pero ¡cuán en poco las tenemos!
¡Cuán imposible es el esfuerzo de medir con reglas matemáticas lo que le debemos en tiempo, dinero y afecto, en respuesta a un amor tan inconmensurable y a una dádiva de valor tan inconcebible!
¡Los diezmos para Cristo!
¡Oh, mezquina limosna, pobre recompensa
para lo que ha costado tanto!
Desde la cruz del Calvario, Cristo nos pide una consagración sin reservas. Todo lo que tenemos y todo lo que somos, lo debiéramos dedicar a Dios.
Con
nueva y duradera fe en las promesas divinas, y seguro de la presencia y
la protección de los ángeles celestiales, prosiguió Jacob su jornada "a
la tierra de los orientales." Pero ¡qué diferencia entre su llegada y
la del mensajero de Abrahán, casi cien años antes! El servidor había
venido con un séquito montado en camellos, y con ricos regalos de oro y
plata; Jacob llegaba solo, con los pies lastimados, sin más posesión que
su cayado. Como el siervo de Abrahán, Jacob se detuvo cerca de un
pozo, y fue allí donde conoció a Raquel, la hija menor de Labán. Ahora
fue Jacob quien prestó sus servicios, quitando la piedra de la boca del
pozo y dando de beber al ganado. Después de haber manifestado su
parentesco, fue acogido en casa de Labán. Aunque llegó sin herencia ni
acompañamiento, pocas semanas bastaron para mostrar el valor de su
diligencia y habilidad, y se le exhortó a quedarse. Convinieron en que
serviría a Labán siete años por la mano de Raquel.
EL MATRIMONIO
En
los tiempos antiguos era costumbre que el novio, antes de confirmar el
compromiso del matrimonio, pagara al padre de su novia, según las
circunstancias, cierta suma de dinero o su valor en otros efectos. Esto
se consideraba como garantía del matrimonio. No les parecía seguro a
los padres confiar la felicidad de sus hijas a hombres que no habían
hecho provisión para mantener una familia. Si no eran bastante frugales
187 y enérgicos para administrar sus negocios y adquirir ganado o
tierras, se temía que su vida fuese inútil. Pero se hacían arreglos
para probar a los que no tenían con que pagar la dote de la esposa. Se
les permitía trabajar para el padre cuya hija amaban, durante un tiempo,
que variaba según la dote requerida. Cuando el pretendiente era fiel
en sus servicios, y se mostraba digno también en otros aspectos, recibía
a la hija por esposa, y, generalmente, la dote que el padre había recibido se la daba a ella el día de la boda. Pero tanto en el, caso de Raquel como en el de Lea, el egoísta Labán
se quedó con la dote que debía haberles dado a ellas; y a eso se
refirieron cuando dijeron antes de marcharse de Mesopotamia: "Nos
vendió, y aun se ha comido del todo nuestro precio." (Gén 31: 15)
Esta antigua costumbre, aunque muchas veces se prestaba al abuso, como en el caso de Labán, producía buenos resultados. Cuando
se pedía al pretendiente que trabajara para conseguir a su esposa, se
evitaba un casamiento precipitado, y se le permitía probar la
profundidad de sus afectos y su capacidad para mantener a su familia.
En
nuestro tiempo, resultan muchos males de una conducta diferente.
Muchas veces ocurre que antes de casarse las personas tienen poca
oportunidad de familiarizarse con sus mutuos temperamentos y costumbres;
y en cuanto a la vida diaria, cuando unen sus intereses ante el altar,
casi no se conocen.
Muchos descubren demasiado tarde que no se adaptan el uno al otro, y el resultado de su unión es una vida miserable.
Muchas
veces sufren la esposa y los niños a causa de la indolencia, la
incapacidad o las costumbres viciosas del marido y padre. Si, como lo
permitía la antigua costumbre, se hubiese probado el carácter del pretendiente antes del casamiento, habrían podido evitarse muchas desgracias.
Jacob
trabajó fielmente siete años por Raquel, y los años durante los cuales
sirvió, "pareciéronle como pocos días, porque la amaba." (Gén. 29: 20.)
Pero el egoísta y codicioso 188 Labán, deseoso de retener tan valioso
ayudante, cometió un cruel engaño al substituir a Lea en lugar de
Raquel. El hecho de que Lea misma había participado del engaño hizo
sentir a Jacob que no la podía amar. Su indignado reproche fue
contestado por Labán con el ofrecimiento de que trabajara por Raquel
otros siete años. Pero el padre insistió en que Lea no fuese repudiada,
puesto que esto deshonraría a la familia. De este modo se encontró
Jacob en una situación sumamente penosa y difícil; por fin, decidió
quedarse con Lea y casarse con Raquel. Fue siempre a Raquel a quien más
amó; pero su predilección por ella excitó envidia y celos, y su vida se
vio amargada por la rivalidad entre las dos hermanas.
¿PASTOR O ASALARIADO?
Veinte
años permaneció Jacob en Mesopotamia, trabajando al servicio de Labán
quien, despreciando los vínculos de parentesco, estaba ansioso de
apropiarse de todas las ventajas. Exigió catorce años de
trabajo por sus dos hijas; y durante el resto del tiempo cambió diez
veces el salario de Jacob. Con todo, el servicio de Jacob fue diligente
y fiel. Las palabras que le dijo a Labán, en su última conversación
con él, describen vivamente la vigilancia incansable con que había
cuidado los intereses de su exigente amo: "Estos
veinte años he estado contigo: tus ovejas y tus cabras nunca abortaron,
ni yo comí carnero de tus ovejas. Nunca te traje lo arrebatado por las
fieras; yo pagaba el daño; lo hurtado así de día como de noche, de mi
mano lo requerías. De día me consumía el calor, y de noche la helada, y
el sueño se huía de mis ojos." (Gén 31: 38-40)
Era
preciso que el pastor guardase sus ganados de día y de noche. Estaban
expuestos al peligro de ladrones, y de numerosas fieras, que con
frecuencia hacían estragos en el ganado que no era fielmente cuidado.
Jacob tenía muchos ayudantes para apacentar los numerosos rebaños de
Labán; pero él mismo era responsable de todo. Durante una parte del año
era preciso que él quedase personalmente a cargo del ganado, para
evitar que en la estación seca los animales pereciesen de 189 sed, y que
en los meses de frío se helasen con las crudas escarchas nocturnas. Jacob era el pastor jefe, y los pastores que estaban a su servicio, eran sus ayudantes.
Si faltaba una oveja, el pastor principal sufría la pérdida, y los
servidores a quienes estaba confiada la vigilancia del ganado tenían que
darle cuenta minuciosa, si éste no se encontraba en estado lozano.
La
vida de aplicación y cuidado del pastor, y su tierna compasión hacia
las criaturas desvalidas confiadas a su vigilancia, han servido a los
escritores inspirados para ilustrar algunas de las verdades más
preciosas del Evangelio. Se compara a Cristo, en su relación con su
pueblo, con un pastor. Después de la caída del hombre vio a sus ovejas condenadas a perecer en las sendas tenebrosas del pecado.
Para salvar a estas descarriadas, dejó los honores y la gloria de la casa de su Padre. Dice: "Yo
buscaré la perdida, y tornaré la amontada, y ligaré la perniquebrada, y
corroboraré la enferma." "Yo salvaré a mis ovejas, y nunca más serán en
rapiña;" "ni las bestias de la tierra las devorarán." Se oye su voz que las llama a su redil: "Y habrá sombrajo para sombra contra el calor del día, para acogida y escondedero contra el turbión y contra el aguacero." Su
cuidado por el rebaño es incansable. Fortalece a las ovejas débiles,
libra a las que padecen, reúne los corderos en sus brazos, y los lleva
en su seno. Sus ovejas le aman. "Mas al extraño no seguirán, antes huirán de él: porque no conocen la voz de los extraños."
(Eze. 34: 16, 22, 28; Isa 4: 6; Juan 10: 5),
Cristo
dice: "El buen pastor su vida da por las ovejas. Mas el asalariado, y
que no es el pastor, de quien no son propias las ovejas, ve al lobo que
viene, y deja las ovejas, y huye, y el lobo las arrebata, y esparce las
ovejas. Así que, el asalariado huye, porque es asalariado, y no tiene cuidado de las ovejas. Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías me conocen." (Juan 10: 11-14).
Cristo,
el pastor principal, ha confiado el rebaño a sus 190 ministros como
subpastores; y les manda que tengan el mismo interés que él manifestó, y
que sientan la misma santa responsabilidad por el cargo que les ha
confiado. Les ha mandado solemnemente ser fieles, apacentar el rebaño,
fortalecer a los débiles, animar a los que desfallecen y protegerlos de
los lobos rapaces.
Para
salvar a sus ovejas, Cristo entregó su propia vida; y señala el amor
que así demostró como ejemplo para sus pastores. "Mas el asalariado, y
que no es el pastor, de quien no son propias las ovejas," no tiene
verdadero interés por el rebaño. Trabaja solamente por la ganancia, y
no cuida más que de sí mismo. Calcula su propia ventaja, en vez de
atender los intereses de los que le han sido confiados; y en tiempos de
peligro huye y abandona al rebaño.
El
apóstol Pedro amonesta a los subpastores: "Apacentad la grey de Dios
que está entre vosotros, teniendo cuidado de ella, no por fuerza, sino
voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino de un ánimo pronto; y
no como teniendo señorío sobre las heredades del Señor, sino siendo
dechados de la grey."
Y
Pablo dice: "Por tanto mirad por vosotros, y por todo el rebaño en que
el Espíritu Santo os ha puesto por obispos, para apacentar la iglesia
del Señor, la cual ganó por su sangre. Porque yo sé que después de mi
partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces, que no perdonarán
al ganado."
(1 Ped 5: 2, 3; Hech. 20: 28, 29).
Todos
los que consideran como un deber desagradable el cuidado y las
obligaciones que recaen sobre el fiel pastor, son reprendidos así por el
apóstol: "No por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia
deshonesta, sino de un ánimo pronto." El jefe de los pastores despediría
de buena gana a todos estos siervos infieles.
La
iglesia de Cristo ha sido comprada con su sangre, y todo pastor debe
darse cuenta de que las ovejas que están bajo su vigilancia han costado
un sacrificio infinito. Debe considerar a cada una de ellas como un ser
de valor inestimable, y debe ser incansable en sus esfuerzos 191 por
mantenerlas en un estado sano y próspero. El pastor compenetrado del
Espíritu de Cristo imitará su ejemplo de abnegación, trabajando
constantemente en favor de los que le fueran confiados, y el rebaño
prosperará bajo su cuidado.
Todos tendrán que dar estricta cuenta de su ministerio.
El Maestro preguntará a cada pastor: "¿Dónde está el rebaño que te fue dado, la grey de tu gloria?" (Jer. 13: 20).
El que sea hallado fiel recibirá un rico galardón. "Y cuando
apareciere el Príncipe de los pastores -dice el apóstol,- vosotros
recibiréis la corona incorruptible de gloria." (1 Ped. 5: 4).
DE VUELTA A CANAAN
Cuando
Jacob, cansado de servir a Labán, se propuso volver a Canaán, dijo a su
suegro: "Envíame, e iré a mi lugar, y a mi tierra. Dame mis mujeres y
mis hijos, por las cuales he servido contigo, y déjame ir; pues tú sabes
los servicios que te he hecho." Pero Labán le instó para que se
quedara, declarándole "Experimentado he que Jehová me ha bendecido por
tu causa". Veía que su hacienda aumentaba bajo la administración de su
yerno.
Entonces
dijo Jacob: "Poco tenías antes de mi venida, y ha crecido en gran
número." Pero a medida que el tiempo pasaba, Labán comenzó a envidiar la
mayor prosperidad de Jacob, quien prosperó mucho, "y tuvo muchas
ovejas, y siervas y siervos, y camellos y asnos."
(Gén. 30: 25- 27, 30, 43)
Los
hijos de Labán participaban de los celos de su padre, y sus palabras
maliciosas llegaron a oídos de Jacob: "Jacob ha tomado todo lo que era
de nuestro padre; y de lo que era de nuestro padre ha adquirido toda
esta grandeza. Miraba también Jacob el semblante de Labán, y veía que
no era para con él como ayer y antes de ayer." (Véase Génesis 31)
Jacob
habría dejado a su astuto pariente mucho antes, si no hubiese temido el
encuentro con Esaú. Ahora comprendió que estaba en peligro frente a los
hijos de Labán, quienes, considerando suya la riqueza de Jacob,
tratarían tal vez de obtenerla por la fuerza. Se encontraba en gran
perplejidad y aflicción, sin saber qué camino tomar. Pero recordando la
192 bondadosa promesa de Betel, llevó su problema ante Dios y buscó su
consejo. En un sueño se contestó a su oración: "Vuélvete a la tierra de tus padres, y a tu parentela; que yo seré contigo."
La
ausencia de Labán le ofreció una ocasión para marcharse. Jacob reunió
rápidamente sus rebaños y manadas, y los envió adelante. Luego atravesó
el Eufrates con sus esposas y niños y siervos, a fin de apresurar su
marcha hacia Galaad, en la frontera de Canaán.
Tres
días después, Labán se enteró de su huida, y se puso en camino para
perseguir la caravana, a la cual dio alcance el séptimo día de su viaje.
Estaba lleno de ira y decidido a obligarlos a volver, lo que no dudaba
que podría hacer, puesto que su compañía era más fuerte. Los fugitivos
estaban realmente en gran peligro.
Si
Labán no realizó su intención hostil, fue porque Dios mismo se
interpuso en favor de su siervo. "Poder hay en mi mano -dijo Labán- para
haceros mal: mas el Dios de vuestro padre me habló anoche diciendo:
Guárdate que no hables a Jacob descomedidamente;" es decir, que no debía
inducirlo a volver, ni por la fuerza ni mediante palabras lisonjeras.
Labán había retenido la dote de sus hijas, y siempre había tratado a Jacob astuta y duramente;
pero con característico disimulo le reprochó ahora su partida secreta,
sin haberle dado como padre siquiera la oportunidad de hacer una fiesta
de despedida, ni de decir adiós a sus hijas y a sus nietos.
En
contestación a esto, Jacob expuso lisa y llanamente la conducta egoísta
y envidiosa de Labán, y lo declaró testigo de su propia fidelidad y
rectitud. "Si el Dios de mi padre, el Dios de Abraham, y el temor de
Isaac, no fuera conmigo -dijo Jacob,- de cierto me enviarías ahora vacío: vio Dios mi aflicción y el trabajo de mis manos, y reprendióte anoche."
Labán
no pudo negar los hechos mencionados, y propuso un pacto de paz. Jacob
aceptó la propuesta, y en señal de amistad fue erigido un monumento de
piedras. A este lugar dio Labán el nombre de Mizpa, "majano del
testimonio," 193 diciendo: "Atalaye Jehová entre mí y entre ti, cuando
nos apartáremos el uno del otro."
"Dijo
más Labán a Jacob: He aquí este majano, y he aquí este título, que he
erigido entre mí y ti. Testigo sea este majano, y testigo sea este
título, que ni yo pasaré contra ti este majano, ni tú pasarás contra mí
este majano ni este título, para mal. El Dios de Abraham, y el Dios de
Nachor juzgue entre nosotros, el Dios de sus padres. Y Jacob juró por
el temor de Isaac su padre." Para confirmar el pacto, celebraron un
festín. Pasaron la noche en comunión amistosa; y al amanecer, Labán y
su acompañamiento se marcharon. Después de esta separación se pierde la huella de toda relación entre los hijos de Abrahán y los habitantes de Mesopotamia. 194
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