ABRAHÁN había llegado a la ancianidad y sabía que pronto moriría, pero aún le quedaba un acto por cumplir, para asegurar a su descendencia el cumplimiento de la promesa.
Isaac era el que Dios había designado para sucederle como depositario
de la ley de Dios y padre del pueblo escogido; pero todavía era
soltero.
Los
habitantes de Canaán estaban entregados a la idolatría, y Dios,
sabiendo que tales uniones conducirían a la apostasía, había prohibido
el matrimonio entre ellos y su pueblo. El patriarca temía el efecto de
las corruptoras influencias que rodeaban a su hijo. La
fe habitual de Abrahán en Dios y su sumisión a la voluntad divina se
reflejaban en el carácter de Isaac; pero el joven era de afectos
profundos, y de naturaleza benigna y condescendiente. Si se unía con una mujer que no temiera a Dios, se vería en peligro de sacrificar sus principios en aras de la armonía.
Para Abrahán, elegir esposa para su hijo era asunto de suma importancia
y anhelaba que se casara con quien no le apartase de Dios.
En
los tiempos antiguos, los compromisos matrimoniales eran hechos
generalmente por los padres; y ésta era la costumbre también entre los
que adoraban a Dios. No se exigía a nadie que se casara con una persona
a quien no pudiese amar; pero al brindar sus afectos, los hijos eran
guiados por el juicio de sus padres piadosos y experimentados. Obrar de
otro modo era como deshonrar a los padres, y hasta cometer delito.
Isaac,
confiando en la sabiduría y el cariño de su padre, se conformaba con
dejarle a él la solución del asunto creyendo que Dios le guiaría en la
elección. Los pensamientos del patriarca se dirigieron hacia los
parientes de su padre que estaban en Mesopotamia. Aunque no estaban
libres de idolatría, 169 apreciaban el conocimiento y el culto del
verdadero Dios. Isaac no debía salir de Canaán para ir adonde estaban
ellos; pero tal vez se podría hallar entre ellos a una mujer dispuesta a
dejar a su país y a unirse con él para conservar puro el culto del Dios
viviente.
Abrahán
confió este importante asunto al servidor más anciano de su casa,
hombre piadoso y experimentado, de sano juicio, que le había dado fiel y
largo servicio. Hizo prestar a este servidor el solemne juramento ante
el Señor de que no tomaría para Isaac una mujer cananea, sino que
elegiría a una doncella de la familia de Nacor, de Mesopotamia. Le ordenó que no llevara allá a Isaac.
En caso de que no se encontrase una doncella que quisiese dejar a sus
parientes, el mensajero quedaría absuelto de su juramento. El patriarca
le animó en su difícil y delicada empresa, asegurándole que Dios
coronaría su tarea con éxito. "Jehová, Dios de los cielos -le dijo,- que me tomó de la casa de mi padre ... enviará su ángel delante de ti."
(Véase Génesis 24.)
(Véase Génesis 24.)
El
mensajero se puso en camino sin demora. Llevó consigo diez camellos
para su acompañamiento y para la comitiva de la novia que vendría con
él. Se proveyó también de regalos para la futura esposa y sus
amistades, y emprendió el largo viaje allende Damasco, por las llanuras
que llegan hasta el gran río del este. Al llegar a Harán, "la ciudad de
Nacor," se detuvo fuera de las murallas, cerca del pozo donde al
atardecer iban las mujeres de la ciudad a sacar agua. Estos fueron para
él momentos de grave reflexión. La elección que hiciera tendría
consecuencias importantes, no sólo para la familia de su señor, sino
también para las generaciones venideras; y ¿cómo elegiría sabiamente entre gente completamente desconocida?
Acordándose de las palabras de Abrahán referentes a que Dios enviaría
su ángel con él, rogó a Dios con fervor para pedirle que le dirigiera en
forma positiva. En la familia de su amo estaba acostumbrado a
ver de continuo manifestaciones de amabilidad y hospitalidad, y rogó
ahora que un 170 acto de cortesía le señalase la doncella que Dios había
elegido.
Apenas
hubo formulado su oración, le fue otorgada la respuesta. Entre las
mujeres que se habían reunido cerca del pozo, había una cuyos modales
corteses llamaron su atención. En el momento en que ella dejaba el
pozo, el forastero fue a su encuentro y le pidió un poco de agua del
cántaro que llevaba al hombro. Le fue concedido amablemente lo que
pedía, y se le ofreció sacar agua también para los camellos, un servicio
que hasta las hijas de los príncipes solían prestar para atender a los
ganados de sus padres. Esa era la señal deseada. "La moza era de muy
hermoso aspecto," y su presta cortesía daba testimonio de que poseía un corazón bondadoso y una naturaleza activa y enérgica. Hasta
aquí la mano divina había estado con Eliezer. Después de retribuir la
amabilidad de la joven dándole ricos regalos, el forastero le preguntó
por su parentela, y al enterarse que era hija de Betuel, sobrino de
Abrahán, "el hombre entonces se inclinó, y adoró a Jehová."
Eliezer
había solicitado hospedaje en la casa del padre de la joven, y al
agradecerle había revelado su relación con Abrahán. Al volver a su
casa; la joven refirió lo que había sucedido, y su hermano Labán se
apresuró a buscar al forastero y a sus compañeros para que compartieran
su hospitalidad.
Eliezer
no quiso tomar alimento antes de hablarles de su misión, de su oración
junto al pozo, y de todos los demás detalles. Luego dijo: "Ahora pues,
si vosotros hacéis misericordia y verdad con mi señor, declarádmelo; y
si no, declarádmelo; y echaré a la diestra o a la siniestra." La
contestación fue: "De Jehová ha salido esto; no podemos hablarte
malo ni bueno. He ahí Rebeca delante de ti, tómala y vete, y sea mujer
del hijo de tu señor, como lo ha dicho Jehová."
Obtenido
el consentimiento de la familia, preguntaron a Rebeca misma si iría tan
lejos de la casa de su padre, para casarse con el hijo de Abrahán.
Después de lo que había sucedido, ella creyó que Dios la había elegido
para que fuese la esposa de Isaac, y dijo: "Sí, iré." 171
El
criado, previendo la alegría de su amo por el éxito de su misión, no
pudo contener sus deseos de irse, y a la mañana siguiente se pusieron en
camino hacia su país, Abrahán vivía en Beerseba, e Isaac después de
apacentar el ganado en los campos vecinos, había vuelto a la tienda de
su padre, para esperar la llegada del mensajero de Harán. "Y
había salido Isaac a orar al campo, a la hora de la tarde; y alzando sus
ojos miró, y he aquí los camellos que venían. Rebeca también alzó sus
ojos, y vio a Isaac, y descendió del camello; porque había preguntado al
criado. ¿Quién es este varón que viene por el campo hacia nosotros? Y
el siervo había respondido: Este es mi señor. Ella entonces tomó el
velo, y cubrióse. Entonces el criado contó a Isaac todo lo que había
hecho. E introdújola Isaac a la tienda de su madre Sara, y tomó a Rebeca por mujer; y amóla: y consolóse Isaac después de la muerte de su madre." Gen. 24:63-67.
Abrahán
había notado los resultados que desde los días de Caín hasta su propio
tiempo dieran los casamientos entre los que temían a Dios y los que no
le temían. Tenía ante los ojos las consecuencias de su propio
matrimonio con Agar y las de los lazos matrimoniales de Ismael y de Lot.
La falta de fe de Abrahán y de Sara había dado lugar al nacimiento de
Ismael, mezcla de la simiente justa con la impía. La influencia del
padre sobre su hijo era contrarrestada por la de los idólatras parientes
de su madre, y por la unión de Ismael con mujeres paganas. Los celos
de Agar y de las esposas que ella había elegido para Ismael, rodeaban a
su familia de una barrera que Abrahán trató en vano de romper.
Las
anteriores enseñanzas de Abrahán no habían quedado sin efecto sobre
Ismael, pero la influencia de sus esposas determinó la introducción de
la idolatría en su familia. Separado de su padre, e irritado por las
riñas y discordias de su familia destituída del amor y del temor de
Dios, Ismael fue incitado a escoger la vida de salvaje merodeo como jefe
del desierto, y fue "su mano contra todos, y las manos de todos contra
él." 172 (Gén. 16: 12.) En sus últimos días se arrepintió de sus malos caminos, y volvió al Dios de su padre, pero quedó el sello del carácter que había legado a su posteridad.
La nación poderosa que descendió de él, fue un pueblo turbulento y
pagano, que de continuo afligió a los descendientes de Isaac.
La
esposa de Lot era una mujer egoísta e irreligiosa, que ejerció su
influencia para separar a su marido de Abrahán. Si no hubiera sido por
ella, Lot no habría quedado en Sodoma, privado de los consejos del sabio
y piadoso patriarca.
La influencia de su esposa y las amistades que tuvo en esa ciudad
impía, le habrían inducido a apostatar de Dios, de no haber sido por la
instrucción fiel que antes había recibido de Abrahán. El
casamiento de Lot y su decisión de residir en Sodoma iniciaron una serie
de sucesos cargados de males para el mundo a través de muchas
generaciones.
Nadie que tema a Dios puede unirse sin peligro con quien no le teme. "¿Andarán dos juntos, si no estuvieren de concierto?" (Amós 3: 3.)
La
felicidad y la prosperidad del matrimonio dependen de la unidad que
haya entre los esposos; pero entre el creyente y el incrédulo hay una
diferencia radical de gustos, inclinaciones y propósitos. Sirven a dos
señores, entre los cuales la concordia es imposible. Por puros y rectos
que sean los principios de una persona, la influencia de un cónyuge
incrédulo tenderá a apartarla de Dios.
El
que contrajo matrimonio antes de convertirse tiene después de su
conversión mayor obligación de ser fiel a su cónyuge, por mucho que
difieran en sus convicciones religiosas. Sin embargo, las exigencias
del Señor deben estar por encima de toda relación terrenal, aunque como
resultado vengan pruebas y persecuciones. Manifestada en un espíritu de
amor y mansedumbre, esta fidelidad puede influir para ganar al cónyuge
incrédulo. Pero el matrimonio de cristianos con infieles está prohibido
en la Sagrada Escritura. El mandamiento del Señor dice: "No os juntéis
en yugo con los infieles." (2 Cor. 6: 14; también 17, 18.) 173
Isaac
fue sumamente honrado por Dios, al ser hecho heredero de las promesas
por las cuales sería bendecida la tierra; sin embargo, a la edad de
cuarenta años, se sometió al juicio de su padre cuando envió a un
servidor experto y piadoso a buscarle esposa. Y el resultado de este
casamiento, que nos es presentado en las Escrituras, es un tierno y
hermoso cuadro de la felicidad doméstica "E introdújola Isaac a la
tienda de su madre Sara, y tomó a Rebeca por mujer; y amóla: y consolóse
Isaac después de la muerte de su madre."
¡Qué
contraste entre la conducta de Isaac y la de la juventud de nuestro
tiempo, aun entre los que se dicen cristianos! Los jóvenes creen con
demasiada frecuencia que la entrega de sus afectos es un asunto en el
cual tienen que consultarse únicamente a sí mismos, un asunto en el cual
no deben intervenir ni Dios ni los padres.
Mucho
antes de llegar a la edad madura, se creen competentes para hacer su
propia elección sin la ayuda de sus padres. Suelen bastarles unos años
de matrimonio para convencerlos de su error; pero muchas veces es
demasiado tarde para evitar las consecuencias perniciosas. La falta de
sabiduría y dominio propio que los indujo a hacer una elección
apresurada agrava el mal hasta que el matrimonio llega a ser un amargo
yugo. Así han arruinado muchos su felicidad en esta vida y su esperanza
de una vida venidera.
Si
hay un asunto que debe ser considerado cuidadosamente, y en el cual se
debe buscar el consejo de personas experimentadas y de edad, es el
matrimonio; si alguna vez se necesita la Biblia como consejera, si
alguna vez se debe buscar en oración la dirección divina, es antes de
dar un paso que ha de vincular a dos personas para toda la vida.
Nunca deben los padres perder de vista su propia responsabilidad acerca de la futura felicidad de sus hijos. El
respeto de Isaac por el juicio de su padre era resultado de su
educación, que le había enseñado a amar una vida de obediencia.
Al mismo tiempo que Abrahán exigía a sus hijos que respetasen la
autoridad paterna, su vida diaria daba testimonio de 174 que esta
autoridad no era un dominio egoísta o arbitrario, sino que se basaba en
el amor y procuraba su bienestar y dicha.
Los
padres y las madres deben considerar que les incumbe guiar el afecto de
los jóvenes, para que contraigan amistades con personas que sean
compañías adecuadas. Deberían sentir que, mediante su
enseñanza y por su ejemplo, con la ayuda de la divina gracia, deben
formar el carácter de sus hijos desde la más tierna infancia, de tal
manera que sean puros y nobles y se sientan atraídos por lo bueno y
verdadero.
Los que se asemejan se atraen mutuamente, y los que son semejantes se aprecian.
¡Plantad
el amor a la verdad, a la pureza y a la bondad temprano en las almas, y
la juventud buscará la compañía de los que poseen estas
características!
Procuren
los padres manifestar en su propio carácter y en su vida doméstica el
amor y la benevolencia del Padre celestial. Llenen el hogar de alegría.
Para vuestros hijos esto valdrá más que tierras y dinero. Cultívese
en sus corazones el amor al hogar, para que puedan mirar hacia atrás,
hacia el hogar de su niñez, y ver en él un lugar de paz y felicidad,
superado sólo por el cielo.
Los miembros de una familia no tienen todos idéntico carácter, y habrá
muchas ocasiones para ejercitar la paciencia e indulgencia; pero por el
amor y el dominio propio todos pueden vincularse en la más estrecha
comunión.
El
amor verdadero es un principio santo y elevado, por completo diferente
en su carácter del amor despertado por el impulso, que muere de repente
cuando es severamente probado.
Mediante la fidelidad al deber en la casa paterna, los jóvenes deben prepararse para formar su propio hogar.
Practiquen allí la abnegación propia, la amabilidad, la cortesía y la compasión del cristianismo. El
amor se conservará vivo en el corazón, y los que salgan de tal hogar
para ponerse al frente de su propia familia, sabrán aumentar la
felicidad de la persona a quien hayan escogido por compañero o compañera
de su vida Entonces el matrimonio, en vez de ser el fin del amor, será su verdadero principio. 175
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