AUNQUE
Jacob había dejado a Padan-aram en obediencia a la instrucción divina,
no volvió sin muchos temores por el mismo camino por donde había pasado
como fugitivo veinte años antes. Recordaba siempre el pecado que había
cometido al engañar a su padre. Sabía que su largo destierro era el
resultado directo de aquel pecado, y día y noche, mientras cavilaba en
estas cosas, los reproches de su conciencia acusadora entristecían el
viaje.
Cuando
las colinas de su patria aparecieron ante él en la lejanía, el corazón
del patriarca se sintió profundamente conmovido. Todo el pasado se
presentó vivamente ante él. Al recordar su pecado pensó también en la gracia de Dios hacia él, y en las promesas de ayuda y dirección divinas.
A
medida que se acercaba al fin de su viaje, el recuerdo de Esaú le traía
muchos presentimientos aflictivos. Después de la huída de Jacob, Esaú
se había considerado como único heredero de la hacienda de su padre. La noticia del retorno de Jacob podía despertar en él temor de que venía a reclamar su herencia.
Esaú podía ahora hacerle mucho daño a su hermano, si lo deseaba; y
estaba tal vez dispuesto a usar de violencia contra él, no sólo por el
deseo de vengarse, sino también para asegurarse la posesión absoluta de
la riqueza que había considerado tanto tiempo como suya.
Nuevamente
el Señor dio a Jacob otra señal del amparo divino. Mientras viajaba
hacia el sur del monte de Galaad, le pareció que dos ejércitos de
ángeles celestiales le rodeaban por delante y por detrás, y que
avanzaban con su caravana, como para protegerla. Jacob se acordó de la
visión que había tenido en Betel tanto tiempo antes, y su oprimido
corazón se 195 alivió con esta prueba de que los mensajeros divinos, que
al huir de Canaán le habían infundido esperanza y ánimo, le
custodiarían ahora que regresaba. Y dijo: "El campo de Dios es éste; y
llamó el nombre de aquel lugar Mahanaim," o sea "los dos campos, o dos
ejércitos." (Véase Génesis 32).
Sin
embargo, Jacob creyó que debía hacer algo en favor de su propia
seguridad. Mandó, pues, mensajeros a su hermano con un saludo
conciliatorio. Los instruyó respecto a las palabras exactas con las
cuales se habían de dirigir a Esaú. Se había predicho ya
antes del nacimiento de los dos hermanos, que el mayor serviría al
menor, y para que el recuerdo de esto no fuese motivo de amargura, dijo
Jacob a los siervos, que los mandaba a "mi señor Esaú;" y cuando fuesen
llevados ante él, debían referirse a su amo como "tu siervo Jacob;" y
para quitar el temor de que volvía como indigente errante para reclamar
la herencia de su padre, Jacob le mandó decir en su mensaje: "Tengo
vacas, y asnos, y ovejas, y siervos y siervas; y envío a decirlo a mi
señor, por hallar gracia en tus ojos."
Pero
los siervos volvieron con la noticia de que Esaú se acercaba con
cuatrocientos hombres, y que no había dado contestación al mensaje
amistoso. Parecía cierto que venía para vengarse. El terror se apoderó
del campamento. "Entonces Jacob tuvo gran temor, y angustióse." No
podía volverse y temía avanzar. Sus acompañantes, desarmados y
desamparados, no tenían la menor preparación para hacer frente a un
encuentro hostil. Por eso los dividió en dos grupos, de modo que si uno
fuese atacado, el otro tuviera ocasión de huir. De sus muchos ganados
mandó generosos regalos a Esaú con un mensaje amistoso. Hizo todo lo que estaba de su parte para expiar el daño hecho a su hermano y evitar el peligro que le amenazaba, y luego, con humildad y arrepentimiento, pidió así la protección divina: "Jehová,
que me dijiste: Vuélvete a tu tierra y a tu parentela, y yo te haré
bien; menor soy que todas las misericordias, y que toda la 196 verdad
que has usado para con tu siervo; que con mi bordón pasé este Jordán, y
ahora estoy sobre dos cuadrillas. Líbrame ahora de la mano de mi hermano, de la mano de Esaú, porque le temo; no venga quizá, y me hiera la madre con los hijos."
Había
llegado ahora al río Jaboc, y cuando vino la noche Jacob mandó a su
familia cruzar por el vado al otro lado del río, quedándose él solo
atrás. Había decidido pasar la noche en oración y deseaba estar solo
con Dios, quien podía apaciguar el corazón de Esaú. En Dios estaba la única esperanza del patriarca.
Era una región solitaria y montañosa, madriguera de fieras y escondite de salteadores y asesinos.
Jacob
solo e indefenso, se inclinó a tierra profundamente acongojado. Era
medianoche. Todo lo que le hacía apreciar la vida estaba lejos y
expuesto al peligro y a la muerte. Lo que más le amargaba era el pensamiento de que su propio pecado había traído este peligro sobre los inocentes. Con vehementes exclamaciones y lágrimas oró delante de Dios.
De
pronto sintió una mano fuerte sobre él. Creyó que un enemigo atentaba
contra su vida, y trató de librarse de las manos de su agresor. En las
tinieblas los dos lucharon por predominar. No se pronunció una sola
palabra, pero Jacob desplegó todas sus energías y ni un momento cejó en
sus esfuerzos.
Mientras
así luchaba por su vida, el sentimiento de su culpa pesaba sobre su
alma; sus pecados surgieron ante él, para alejarlo de Dios. Pero en su
terrible aflicción recordaba las promesas del Señor, y su corazón
exhalaba súplicas de misericordia.
La lucha duró hasta poco antes del amanecer, cuando el desconocido tocó el muslo de Jacob, dejándolo incapacitado en el acto. Entonces reconoció el patriarca el carácter de su adversario. Comprendió
que había luchado con un mensajero celestial, y que por eso sus
esfuerzos casi sobrehumanos no habían obtenido la victoria. Era Cristo, "el Ángel del 197 pacto," el que se había revelado a Jacob.
El
patriarca estaba imposibilitado y sufría el dolor más agudo, pero no
aflojó su asidero. Completamente arrepentido y quebrantado, se aferró
al Ángel y "lloró, y rogóle" (Ose 12: 4), pidiéndole la bendición.
Debía tener la seguridad de que su pecado estaba perdonado. El dolor
físico no bastaba para apartar su mente de este objetivo. Su resolución se fortaleció y su fe se intensificó en fervor y perseverancia hasta el fin.
El Ángel trató de librarse de él y le exhortó: "Déjame, que raya el alba;" pero Jacob contestó: "No te dejaré, si no me bendices." Si
ésta hubiese sido una confianza jactanciosa y presumida, Jacob habría
sido aniquilado en el acto; pero tenía la seguridad del que confiesa su
propia indignidad, y sin embargo confía en la fidelidad del Dios que
cumple su pacto.
Jacob "venció al Ángel, y prevaleció." Por
su humillación, su arrepentimiento y la entrega de sí mismo, este
pecador y extraviado mortal prevaleció ante la Majestad del cielo. Se
había asido con temblorosa mano de las promesas de Dios, y el corazón
del Amor infinito no pudo desoír los ruegos del pecador.
El
error que había inducido a Jacob al pecado de alcanzar la primogenitura
por medio de un engaño, ahora le fue claramente manifestado. No había
confiado en las promesas de Dios, sino que había tratado de hacer por su
propio esfuerzo lo que Dios habría hecho a su tiempo y a su modo. En
prueba de que había sido perdonado, su nombre, que hasta entonces le
había recordado su pecado, fue cambiado por otro que conmemoraba su
victoria. "No se dirá más tu nombre Jacob [el suplantador] - dijo el
Ángel,- sino Israel: porque has peleado con Dios y con los hombres y has
vencido."
Jacob
alcanzó la bendición que su alma había anhelado. Su pecado como
suplantador y engañador había sido perdonado. La crisis de su vida
había pasado. La duda, la perplejidad y los remordimientos habían
amargado su existencia; 198 pero ahora todo había cambiado; y fue dulce
la paz de la reconciliación con Dios. Jacob ya no tenía miedo de
encontrarse con su hermano. Dios, que había perdonado su pecado, podría
también conmover el corazón de Esaú para que aceptase su humillación y
arrepentimiento.
Mientras
Jacob luchaba con el Ángel, otro mensajero celestial fue enviado a
Esaú. En un sueño éste vio a su hermano desterrado durante veinte años
de la casa de su padre; presenció el dolor que sentiría al saber que su
madre había muerto; le vio rodeado de las huestes de Dios. Esaú relató
este sueño a sus soldados, con la orden de que no hicieran daño alguno a
Jacob, porque el Dios de su padre estaba con él.
Por
fin las dos compañías se acercaron una a la otra, el jefe del desierto
al frente de sus guerreros, y Jacob con sus mujeres e hijos, acompañado
de pastores y siervas, y seguido de una larga hilera de rebaños y
manadas. Apoyado en su cayado, el patriarca avanzó al encuentro de la
tropa de soldados. Estaba pálido e imposibilitado por la reciente
lucha, y caminaba lenta y penosamente, deteniéndose a cada paso; pero su cara estaba iluminada de alegría y paz.
Al
ver a su hermano cojo y doliente, "Esaú corrió a su encuentro, y
abrazóle, y echóse sobre su cuello, y le besó; y lloraron." (Gén 33: 4.)
Hasta los corazones de los rudos soldados de Esaú fueron conmovidos,
cuando presenciaron esta escena. A pesar de que él les había relatado
su sueño no podían explicarse el cambio que se había efectuado en su
jefe. Aunque vieron la flaqueza del patriarca, lejos estuvieron de
pensar que esa debilidad se había trocado en su fuerza.
En
la noche angustiosa pasada a orillas del Jaboc, cuando la muerte
parecía inminente, Jacob había comprendido lo vano que es el auxilio
humano, lo mal fundada que está toda confianza en el poder del hombre. Vio
que su única ayuda había de venir de Aquel contra quien había pecado
tan gravemente. Desamparado e indigno, invocó la divina promesa de
misericordia hacia el pecador arrepentido.
Aquella 199 promesa era su garantía de que Dios le perdonaría y
aceptaría. Los cielos y la tierra habrían de perecer antes de que
aquella palabra faltase, y esto fue lo que le sostuvo durante aquella
horrible lucha.
La
experiencia de Jacob durante aquella noche de lucha y angustia
representa la prueba que habrá de soportar el pueblo de Dios
inmediatamente antes de la segunda venida de Cristo.
El
profeta Jeremías, contemplando en santa visión nuestros días, dijo:
"Hemos oído voz de temblor: espanto, y no paz, . . . hanse tornado
pálidos todos los rostros. ¡Ah, cuán grande es aquel día! tanto, que no
hay otro semejante a él: tiempo de angustia para Jacob; mas de ella será
librado." (Jer. 30: 5-7).
Cuando
Cristo acabe su obra mediadora en favor del hombre, entonces empezará
ese tiempo de aflicción. Entonces la suerte de cada alma habrá sido
decidida, y ya no habrá sangre expiatorio para limpiarnos del pecado.
Cuando Cristo deje su posición de intercesor ante Dios, se anunciará
solemnemente: "El que es injusto, sea injusto todavía: y el que es
sucio, ensúciese todavía: y el que es justo, sea todavía justificado: y
el santo sea santificado todavía." (Apoc. 22: 11).
Entonces
el Espíritu que reprime el mal se retirará de la tierra. Como Jacob
estuvo bajo la amenaza de muerte de su airado hermano, así también el
pueblo de Dios estará en peligro de los impíos que tratarán de
destruirlo. Y como el patriarca luchó toda la noche pidiendo ser
librado de la mano de Esaú, así clamarán los justos a Dios día y noche
que los libre de los enemigos que los rodean.
Satanás
había acusado a Jacob ante los ángeles de Dios, reclamando el derecho
de destruirlo por su pecado; había incitado contra él a Esaú y durante
la larga noche de la lucha del patriarca, procuró hacerle sentir su
culpabilidad, para desanimarlo y quebrantar su confianza en Dios.
Cuando en su angustia Jacob se asió del Ángel y le suplicó con lágrimas,
el Mensajero celestial, para probar su fe, le recordó también 200 su
pecado y trató de librarse de él. Pero Jacob no se dejó desviar. Había
aprendido que Dios es misericordioso, y se apoyó en su misericordia. Se refirió a su arrepentimiento del pecado, y pidió liberación.
Mientras repasaba su vida, casi fue impulsado a la desesperación; pero
se aferró al Ángel, y con fervientes y agonizantes súplicas insistió en
sus ruegos, hasta que prevaleció.
Tal
será la experiencia del pueblo de Dios en su lucha final con los
poderes del mal. Dios probará la fe de sus seguidores, su constancia, y
su confianza en el poder de él para librarlos. Satanás se esforzará
por aterrarlos con el pensamiento de que su situación no tiene
esperanza; que sus pecados han sido demasiado grandes para alcanzar el
perdón. Tendrán un profundo sentimiento de sus faltas, y al examinar su
vida, verán desvanecerse sus esperanzas. Pero recordando la grandeza
de la misericordia de Dios, y su propio arrepentimiento sincero, pedirán
el cumplimiento de las promesas hechas por Cristo a los pecadores
desamparados y arrepentidos. Su fe no faltará porque sus oraciones no
sean contestadas en seguida. Se asirán del poder de Dios, como Jacob se
asió del Ángel, y el lenguaje de su alma será: "No te dejaré, si no me
bendices."
Si
Jacob no se hubiese arrepentido antes por su pecado consistente en
tratar de conseguir la primogenitura mediante un engaño, Dios no habría
podido oír su oración ni conservarle bondadosamente la vida. Así
será en el tiempo de angustia. Si el pueblo de Dios tuviera pecados
inconfesos que aparecieran ante ellos cuando los torturen el temor y la
angustia, serían abrumados; la desesperación anularía su fe, y no
podrían tener confianza en Dios para pedirle su liberación. Pero aunque
tengan un profundo sentido de su indignidad, no tendrán pecados ocultos
que revelar. Sus pecados habrán sido borrados por la sangre;
expiatorio de Cristo, y no los podrán recordar.
Satanás
induce a muchos a creer que Dios pasará por alto 201 su infidelidad en
los asuntos menos importantes de la vida; pero en su proceder con Jacob
el Señor demostró que de ningún modo puede sancionar ni tolerar el mal.
Todos los que traten de ocultar o excusar sus pecados, y permitan que
permanezcan en los libros del cielo inconfesos y sin perdón, serán
vencidos por Satanás.
Cuanto
más elevada sea su profesión, y cuanto más honorable sea la posición
que ocupen, tanto más grave será su conducta ante los ojos de Dios, y
tanto más seguro será el triunfo del gran adversario.
Sin
embargo, la historia de Jacob es una promesa de que Dios no desechará a
los que fueron arrastrados al pecado, pero que se han vuelto al Señor
con verdadero arrepentimiento. Por la entrega de sí mismo y por su
confiada fe, Jacob alcanzó lo que no había podido alcanzar con su propia
fuerza.
Así
el Señor enseñó a su siervo que sólo el poder y la gracia de Dios
podían darle las bendiciones que anhelaba. Así ocurrirá con los que
vivan en los últimos días. Cuando
los peligros los rodeen, y la desesperación se apodere de su alma,
deberán depender únicamente de los méritos de la expiación.
Nada podernos hacer por nosotros mismos. En toda nuestra desamparada
indignidad, debemos confiar en los méritos del Salvador crucificado y
resucitado. Nadie perecerá jamás mientras haga esto. La larga y negra lista de nuestros delitos está ante los ojos del Infinito. El registro está completo; ninguna de nuestras ofensas ha sido olvidada. Pero
el que oyó las súplicas de sus siervos en lo pasado, oirá la oración de
fe y perdonará nuestras transgresiones. Lo ha prometido, y cumplirá su
palabra.
Jacob prevaleció, porque fue perseverante y decidido. Su experiencia atestigua el poder de la oración insistente.
Este es el tiempo en que debernos aprender la lección de la oración que
prevalece y de la fe inquebrantable. Las mayores victorias de la
iglesia de Cristo o del cristiano no son las que se ganan mediante el
talento o la educación, la riqueza o el favor de los hombres. Son
las victorias que se alcanzan en la cámara de 202 audiencia con Dios,
cuando la fe fervorosa y agonizante se hace del poderoso brazo de la
omnipotencia.
Los
que no estén dispuestos a dejar todo pecado ni a buscar seriamente la
bendición de Dios, no la alcanzarán. Pero todos los que se afirmen en
las promesas de Dios como lo hizo Jacob, y sean tan vehementes y
constantes como lo fue él, alcanzarán el éxito que él alcanzó. "¿Y Dios
no hará justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche, aunque
sea longánime acerca de ellos? Os digo que los defenderá presto." (Luc.
I8:7, 8).
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