ABRAHÁN
había aceptado sin hacer pregunta alguna la promesa de un hijo, pero no
esperó a que Dios cumpliese su palabra en su oportunidad y a su manera.
Fue permitida una tardanza, para probar su fe en el poder de Dios, pero
fracasó en la prueba. Pensando que era imposible que se le diera un
hijo en su vejez, Sara sugirió como plan mediante el cual se cumpliría
el propósito divino, que una de sus siervas fuese tomada por Abrahán
como esposa secundaria.
La
poligamia se había difundido tanto que había dejado de considerarse
pecado; violaba, sin embargo, la ley de Dios y destruía la santidad y la
paz de las relaciones familiares.
El casamiento de Abrahán con Agar fue un mal, no sólo para su propia casa, sino también para las generaciones futuras.
Halagada
por el honor de su nueva posición como esposa de Abrahán, y con la
esperanza de ser la madre de la gran nación que descendería de él, Agar
se llenó de orgullo y jactancia, y trató a su ama con menosprecio. Los
celos mutuos perturbaron la paz del hogar que una vez había sido feliz.
Viéndose forzado a escuchar las quejas de ambas, Abrahán trató en vano
de restaurar la armonía. Aunque él se había casado con Agar a instancias
de Sara, ahora ella le hacia cargos como si fuera el culpable. Sara
deseaba desterrar a su rival; pero Abrahán se negó a permitirlo; pues
Agar iba a ser madre de su hijo, que él esperaba tiernamente sería el
hijo de la promesa. Sin embargo, era la sierva de Sara, y él la dejó
todavía bajo el mando de su ama.
El
espíritu arrogante de Agar no quiso soportar la aspereza que su
insolencia había provocado. "Y como Sarai la afligiese, huyóse de su
presencia." (Véase Génesis 16.) 142 Se fue al desierto, y mientras,
solitaria y sin amigos, descansaba al lado de una fuente,, un ángel del
Señor se le apareció en forma humana. Dirigiéndose a ella como "Agar,
sierva de Sarai," para recordarle su posición y su deber, le mandó:
"Vuélvete a tu señora, y ponte sumisa bajo de su mano." No obstante, con
el reproche se mezclaron palabras de consolación. "Oído ha Jehová tu
aflicción." "Multiplicaré tanto tu linaje, que no será contado a causa
de la muchedumbre." Y como recordatorio perpetuo de su misericordia, se
le mandó que llamara a su hijo Ismael, o sea: "Dios oirá."
Cuando
Abrahán tenía casi cien años, se le repitió la promesa de un hijo, Y se
le aseguró que el futuro heredero sería hijo de Sara. Pero Abrahán
todavía no comprendió la promesa. En seguida pensó en Ismael, aferrado a
la creencia de que por medio de él se habían de cumplir los propósitos
misericordiosos de Dios. En su afecto por su hijo exclamó: "Ojalá Ismael
viva delante de ti." Nuevamente se le dio la promesa en palabras
inequívocas: "Ciertamente Sara tu mujer te parirá un hijo, y llamarás su
nombre Isaac; y confirmaré mi pacto con él." Sin embargo, Dios se
acordó también de la oración del padre. "Y en cuanto a Ismael -dijo-
también te he oído: he aquí que le bendeciré ... y ponerlo he por gran
gente."
El
nacimiento de Isaac, al traer, después de una espera de toda la vida,
el cumplimiento de las más caras esperanzas de Abrahán y de Sara, llenó
de felicidad su campamento. Pero para Agar representó el fin de sus más
caras ambiciones. Ismael, ahora adolescente, había sido considerado por
todo el campamento como el heredero de las riquezas de Abrahán, así como
de las bendiciones prometidas a sus descendientes. Ahora era
repentinamente puesto a un lado; y en su desengaño, madre e hijo odiaron
al hijo de Sara. La alegría general aumentó sus celos, hasta que Ismael
osó burlarse abiertamente del heredero de la promesa de Dios. Sara vio
en la inclinación turbulenta de Ismael una fuente 143 perpetua de
discordia, y le pidió a Abrahán que alejara del campamento a Ismael y a
Agar.
El
patriarca se llenó de angustia. ¿Cómo podría desterrar a Ismael, su
hijo, a quien todavía amaba entrañablemente? En su perplejidad, Abrahán
pidió la dirección divina. Mediante un santo ángel, el Señor le ordenó
que accediera a la petición de Sara; que su amor por Ismael o Agar no
debía interponerse, pues sólo así podría restablecer la armonía y la
felicidad en su familia. Y el ángel le dio la promesa consoladora de que
aunque estuviese separado del hogar de su padre, Ismael no sería
abandonado por Dios; su vida sería conservada, y llegaría a ser padre de
una gran nación.
Abrahán
obedeció la palabra del ángel, aunque no sin sufrir gran pena. Su
corazón de padre se llenó de indecible pesar al separar de su casa a
Agar y a su hijo. La instrucción impartida a Abrahán tocante a la
santidad de la relación matrimonial, había de ser una lección para todas
las edades. Declara que los derechos y la felicidad de estas relaciones
deben resguardarse cuidadosamente, aun a costa de un gran sacrificio.
Sara era la única esposa verdadera de Abrahán. Ninguna otra persona
debía compartir sus derechos de esposa y madre. Reverenciaba a su
esposo, y en este aspecto el Nuevo Testamento la presenta como un digno
ejemplo. Pero ella no quería que el afecto de Abrahán fuese dado a otra;
y el Señor no la reprendió par haber exigido el destierro de su rival.
Tanto
Abrahán como Sara desconfiaron del poder de Dios, y este error fue la
causa del matrimonio con Agar. Dios había llamado a Abrahán para que
fuese el padre de los fieles, y su vida había de servir como ejemplo de
fe para las generaciones futuras. Pero su fe no había sido perfecta.
Había manifestado desconfianza para con Dios al ocultar el hecho de que
Sara era su esposa, y también al casarse con Agar. Para que pudiera
alcanzar la norma más alta, Dios le sometió a otra prueba, la mayor que
se haya impuesto jamás a hombre alguno.
En
una visión nocturna se le ordenó ir a 144 la tierra de Moria para
ofrecer allí a su hijo en holocausto en un monte que se le indicaría.
Cuando Abrahán recibió esta orden, había llegado a los ciento veinte
años. Se le consideraba ya un anciano, aun en aquella generación. Antes
había sido fuerte para arrostrar penurias y peligros, pero ya se había
desvanecido el ardor de su juventud. En el vigor de la virilidad, uno
puede enfrentar con valor dificultades y aflicciones capaces de hacerle
desmayar en la senectud, cuando sus pies se acercan vacilantes hacia la
tumba. Pero Dios había reservado a Abrahán su última y más aflictiva
prueba para el tiempo cuando la carga de los años pesaba sobre él y
anhelaba descansar de la ansiedad y el trabajo. El patriarca moraba en
Beerseba rodeado de prosperidad y honor. Era muy rico y los soberanos de
aquella tierra le honraban como a un príncipe poderoso.
Miles
de ovejas y vacas cubrían la llanura que se extendía más allá de su
campamento. Por doquiera estaban las tiendas de su séquito para albergar
centenares de siervos fieles. El hijo de la promesa había llegado a la
edad viril junto a su padre. El Cielo parecía haber coronado de
bendiciones la vida de sacrificio y paciencia frente a la esperanza
aplazada. Por obedecer con fe, Abrahán había abandonado su país natal,
había dejado atrás las tumbas de sus antepasados y la patria de su
parentela. Había andado errante como peregrino por la tierra que sería
su heredad. Había esperado durante mucho tiempo el nacimiento del
heredero prometido. Por mandato de Dios, había desterrado a su hijo
Ismael. Y ahora que el hijo a quien había deseado durante tanto tiempo
entraba en la edad viril, y el patriarca parecía estar a punto de gozar
de lo que había esperado, se hallaba frente a una prueba mayor que todas
las demás. La orden fue expresada con palabras que debieron torturar
angustiosamente el corazón de aquel padre: "Toma ahora tu hijo, tu
único, Isaac, a quien amas, . . . y ofrécelo allí en 145 holocausto."
(Génesis 22:2.)
Isaac
era la luz de su casa, el solaz de su vejez, y sobre todo era el
heredero de la bendición prometida. La pérdida de este hijo por un
accidente o alguna enfermedad hubiera partido el corazón del amante
padre; hubiera doblado de pesar su encanecida cabeza; pero he aquí que
se le ordenaba que con su propia mano derramara la sangre de ese hijo.
Le parecía que se trataba de una espantosa imposibilidad. Satanás estaba listo para sugerirle que se engañaba, pues la ley divina mandaba: "No matarás,"
y Dios no habría de exigir lo que una vez había prohibido. Abrahán
salió de su tienda y miró hacia el sereno resplandor del firmamento
despejado, y recordó la promesa que se le había hecho casi cincuenta
años antes, a saber, que su simiente sería innumerable como las
estrellas. Si se había de cumplir esta promesa por medio de Isaac, ¿cómo
podía ser muerto? Abrahán estuvo tentado a creer que se engañaba.
Dominado
por la duda y la angustia, se postró de hinojos y oró como nunca lo
había hecho antes, para pedir que se le confirmase si debía llevar a
cabo o no este terrible deber. Recordó a los ángeles que se le enviaron
para revelarle el propósito de Dios acerca de la destrucción de Sodoma, y
que le prometieron este mismo hijo Isaac. Fue al sitio donde varias
veces se había encontrado con los mensajeros celestiales, esperando
hallarlos allí otra vez y recibir más instrucción; pero ninguno de ellos
vino en su ayuda. Parecía que las tinieblas le habían cercado; pero la
orden de Dios resonaba en sus oídos: "Toma ahora tu hijo, tu único,
Isaac, a quien amas." Aquel mandato debía ser obedecido, y él no se
atrevió a retardarse. La luz del día se aproximaba, y debía ponerse en
marcha.
Abrahán
regresó a su tienda, y fue al sitio donde Isaac dormía profundamente el
tranquilo sueño de la juventud y la inocencia. Durante unos instantes
el padre miró el rostro amado de su hijo, y se alejó temblando. Fue al
lado de Sara, quien también dormía. ¿Debía despertarla, para que
abrazara 146 a su hijo por última vez? ¿Debía comunicarle la exigencia
de Dios? Anhelaba descargar su corazón compartiendo con su esposa esta
terrible responsabilidad; pero se vio cohibido por el temor de que ella
le pusiera obstáculos. Isaac era la delicia y el orgullo de Sara; la
vida de ella estaba ligada a él, y el amor materno podría rehusar el
sacrificio. Abrahán, por último, llamó a su hijo y le comunicó que había
recibido el mandato de ofrecer un sacrificio en una montaña distante.
A
menudo había acompañado Isaac a su padre para adorar en algunos de los
distintos altares que señalaban su peregrinaje, de modo que este
llamamiento no le sorprendió, y pronto terminaron los preparativos para
el viaje. Se alistó la leña y se la cargó sobre un asno, y acompañados
de dos siervos principiaron el viaje. Padre e hijo caminaban el uno
junto al otro en silencio. El patriarca, reflexionando en su pesado
secreto, no tenía valor para hablar. Pensaba en la amante y orgullosa
madre, y en el día en que él habría de regresar solo adonde ella estaba.
Sabía muy bien que, al quitarle la vida a su hijo, el cuchillo heriría
el corazón de ella.
Aquel
día, el más largo en la vida de Abrahán, llegó lentamente a su fin.
Mientras su hijo y los siervos dormían, él pasó la noche en oración,
todavía con la esperanza de que algún mensajero celestial viniese a
decirle que la prueba era ya suficiente, que el joven podía regresar
sano y salvo a su madre. Pero su alma torturada no recibió alivio. Pasó
otro largo día y otra noche de humillación y oración, mientras la orden
que lo iba a dejar sin hijo resonaba en sus oídos. Satanás estaba muy
cerca de él susurrándole dudas e incredulidad; pero Abrahán rechazó sus
sugerencias. Cuando se disponían a principiar la jornada del tercer día,
el patriarca, mirando hacia el norte, vio la señal prometida, una nube
de gloria, que cubría el monte Moria, y comprendió que la voz que le
había hablado procedía del cielo.
Ni
aun entonces murmuró Abrahán contra Dios, sino que 147 fortaleció su
alma espaciándose en las evidencias de la bondad y la fidelidad de Dios.
Se le había dado este hijo inesperadamente; y el que le había dado este
precioso regalo ¿no tenía derecho a reclamar lo que era suyo? Entonces
su fe le repitió la promesa: "En Isaac te será llamada descendencia"
(Gén. 21:12), una descendencia incontable, numerosa como la arena de las
playas del mar. Isaac era el hijo de un milagro, y ¿no podía devolverle
la vida el poder que se la había dado? Mirando más allá de lo visible,
Abrahán comprendió la divina palabra, "considerando que aun de entre los
muertos podía Dios resucitarle." (Heb. 11:19, V.M.)
No
obstante, nadie sino Dios pudo comprender la grandeza del sacrificio de
aquel padre al acceder a que su hijo muriese; Abrahán deseó que nadie
sino Dios presenciase la escena de la despedida. Ordenó a sus siervos
que permaneciesen atrás, diciéndoles: "Yo y el muchacho iremos hasta
allí, y adoraremos, y volveremos a vosotros." Isaac, que iba a ser
sacrificado, cargó con la leña; el padre llevó el cuchillo y el fuego, y
juntos ascendieron a la cima del monte. El joven iba silencioso,
deseando saber de dónde vendría la víctima, ya que los rebaños y los
ganados habían quedado muy lejos.
Finalmente
dijo: "Padre mío, ... he aquí el fuego y la leña; mas ¿dónde está el
cordero para el holocausto?" ¡Oh, qué prueba tan terrible era ésta!
¡Cómo hirieron el corazón de Abrahán esas dulces palabras: "Padre mío!"
No, todavía no podía decirle, así que le contestó: "Dios se proveerá de
cordero para el holocausto, hijo mío." (Gén. 22:5-8.) En el sitio
indicado construyeron el altar, y pusieron sobre él la leña. Entonces,
con voz temblorosa, Abrahán reveló a su hijo el mensaje divino.
Con terror y asombro Isaac se enteró de su destino; pero no ofreció resistencia. Habría
podido escapar a esta suerte si lo hubiera querido; el anciano,
agobiado de dolor, cansado por la lucha de aquellos tres días terribles,
no habría podido oponerse a la voluntad del joven vigoroso.
Pero desde la niñez se le había enseñado a Isaac 148 a obedecer pronta y
confiadamente, y cuando el propósito de Dios le fue manifestado, lo
aceptó con sumisión voluntaria. Participaba de la fe de Abrahán, y
consideraba como un honor el ser llamado a dar su vida en holocausto a
Dios. Con ternura trató de aliviar el dolor de su padre, y animó sus
debilitadas manos para que ataran las cuerdas que lo sujetarían al
altar. Por fin se dicen las últimas palabras de amor, derraman las
últimas lágrimas, y se dan el último abrazo. El padre levanta el
cuchillo para dar muerte a su hijo, y de repente su brazo es detenido.
Un ángel del Señor llama al patriarca desde el cielo: "Abrahán,
Abrahán." El contesta en seguida: "Heme aquí." De nuevo se oye la voz:
"No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada; que ya
conozco que temes a Dios, pues que no me rehusaste tu hijo, tu único."
(Vers. 11, 12.)
Entonces
Abrahán vio "un carnero a sus espaldas trabado en un zarzal," y en
seguida trajo la nueva víctima y la ofreció "en lugar de su hijo." Lleno
de felicidad y gratitud, Abrahán dio un nuevo nombre a aquel lugar
sagrado y lo llamó "Jehová Yireh," o sea, "Jehová proveerá." (13,14.) En
el monte Moria Dios renovó su pacto con Abrahán y confirmó con un
solemne juramento la bendición que le había prometido a él y a su
simiente por todas las generaciones futuras.
"Por
mí mismo he jurado, dice Jehová, que por cuanto has hecho esto, y no me
has rehusado tu hijo, tu único; bendiciendo te bendeciré, y
multiplicando multiplicaré tu simiente como las estrellas del cielo, y
como la arena que está a la orilla del mar; y tu simiente poseerá las
puertas de sus enemigos: en tu simiente serán benditas todas las gentes
de la tierra, por cuanto obedeciste a mi voz." (Vers. 16-18.) El gran
acto de fe de Abrahán descuella como un fanal de luz, que ilumina el
sendero de los siervos de Dios en las edades subsiguientes.
*Abrahán
no buscó excusas para no 149 hacer la voluntad de Dios. Durante aquel
viaje de tres días tuvo tiempo suficiente para razonar, y para dudar de
Dios si hubiera estado inclinado a hacerlo. Pudo pensar que si mataba a
su hijo, se le consideraría asesino, como un segundo Caín, lo cual haría
que sus enseñanzas fuesen desechadas y menospreciadas, y de esa manera
se destruiría su facultad de beneficiar a sus semejantes. Pudo alegar
que la edad le dispensaba de obedecer. Pero el patriarca no recurrió a
ninguna de estas excusas. Abrahán era humano, y sus pasiones y sus
inclinaciones eran como las nuestras; pero no se detuvo a inquirir cómo
se cumpliría la promesa si Isaac muriera.
No
se detuvo a discutir con su dolorido corazón. Sabía que Dios es justo y
recto en todos sus requerimientos, y obedeció el mandato al pie de la
letra. "Abrahán creyó a Dios, y le fue imputado a justicia, y fue
llamado amigo de Dios." (Sant. 2:23.) San Pablo dice: "Los que son de
fe, los tales son hijos de Abrahán." (Gál. 3: 7.) Pero la fe de Abrahán
se manifestó por sus obras.
"¿No
fue justificado por las obras Abrahán, nuestro padre, cuando ofreció a
su hijo Isaac sobre el altar? ¿No ves que la fe obró con sus obras, y
que la fe fue perfecta por las obras?" (Sant. 2:21, 22.)
Son
muchos los que no comprenden la relación que existe entre la fe y las
obras. Dicen: "Cree solamente en Cristo, y estarás seguro. No tienes
necesidad de guardar la ley."
Pero
la verdadera fe se manifiesta mediante la obediencia. Cristo dijo a los
judíos incrédulos: "Si fuerais hijos de Abrahán, las obras de Abrahán
haríais." (Juan 8:39.)
Y
tocante al padre de los fieles el Señor declara: "Oyó Abrahán mi voz, y
guardó mi precepto, mis mandamientos, mis estatutos y mis leyes." (Gén.
26:5.)
El
apóstol Santiago dice: "La fe, si no tuviere obras, es muerta en sí
misma." (Sant. 2:17.) Y Juan, que habla tan minuciosamente acerca del
amor, nos dice: "Este es el amor de Dios, que guardemos sus
mandamientos; y sus mandamientos no son penosos." (1 Juan 5:3.) 150
Mediante símbolos y promesas, Dios "evangelizó antes a Abrahán." (Gál.
3:8.) Y la fe del patriarca se fijó en el Redentor que había de venir.
Cristo dijo a los judíos: "Abrahán vuestro padre se gozó por ver mi día;
y lo vio, y se gozó." (Juan 8:56.)
El
carnero ofrecido en lugar de Isaac representaba al Hijo de Dios, que
había de ser sacrificado en nuestro lugar. Cuando el hombre estaba
condenado a la muerte por su transgresión de la ley de Dios, el Padre,
mirando a su Hijo, dijo al pecador: "Vive, he hallado un rescate."
Fue
para grabar en la mente de Abrahán la realidad del Evangelio, así como
para probar su fe, por lo que Dios le mandó sacrificar a su hijo. La
agonía que sufrió durante los aciagos días de aquella terrible prueba
fue permitida para que comprendiera por su propia experiencia algo de la
grandeza del sacrificio hecho por el Dios infinito en favor de la
redención del hombre.
Ninguna otra prueba podría haber causado a Abrahán tanta angustia como
la que le causó el ofrecer a su hijo. Dios dio a su Hijo para que
muriera en la agonía y la vergüenza. A los ángeles que presenciaron la
humillación y la angustia del Hijo de Dios, no se les permitió
intervenir como en el caso de Isaac. No hubo, voz que clamara: "¡Basta!"
El Rey de la gloria dio su vida para salvar a la raza caída. ¿Qué mayor
prueba se puede dar del infinito amor y de la compasión de Dios? "El
que aun a su propio Hijo no perdonó, antes le entregó por todos
nosotros, ¿como no nos dará también con él todas las cosas?" (Rom.
8:32.)
El
sacrificio exigido a Abrahán no fue sólo para su propio bien ni tampoco
exclusivamente para el beneficio de las futuras generaciones; sino
también para instruir a los seres sin pecado del cielo y de otros
mundos. El campo de batalla entre Cristo y Satanás, el terreno en el
cual se desarrolla el plan de la redención, es el libro de texto del
universo. Por haber demostrado Abrahán falta de fe en las promesas de
151 Dios, Satanás le había acusado ante los ángeles y ante Dios de no
ser digno de sus bendiciones.
Dios
deseaba probar la lealtad de su siervo ante todo el cielo, para
demostrar que no se puede aceptar algo inferior a la obediencia perfecta
y para revelar más plenamente el plan de la salvación. Los
seres celestiales fueron testigos de la escena en que se probaron la fe
de Abrahán y la sumisión de Isaac. La prueba fue mucho más severa que
la impuesta a Adán. La obediencia a la prohibición hecha a nuestros
primeros padres no extrañaba ningún sufrimiento; pero la orden dada a
Abrahán exigía el más atroz sacrificio. Todo el cielo presenció, absorto
y maravillado, la intachable obediencia de Abrahán. Todo el cielo
aplaudió su fidelidad.
Se
demostró que las acusaciones de Satanás eran falsas. Dios declaró a su
siervo: "Ya conozco que temes a Dios [a pesar de las denuncias de
Satanás], pues que no me rehusaste tu hijo, tu único." El pacto de Dios,
confirmado a Abrahán mediante un juramento ante los seres de los otros
mundos, atestiguó que la obediencia será premiada. Había sido difícil
aun para los ángeles comprender el misterio de la redención, entender
que el Soberano del cielo, el Hijo de Dios, debía morir por el hombre
culpable. Cuando a Abrahán se le mandó ofrecer a su hijo en sacrificio,
se despertó el interés de todos los seres celestiales.
Con
intenso fervor, observaron cada paso dado en cumplimiento de ese
mandato. Cuando a la pregunta de Isaac: "¿Dónde está el cordero para el
holocausto?" Abrahán contestó: "Dios se proveerá de cordero;" y cuando
fue detenida la mano del padre en el momento mismo en que estaba por
sacrificar a su hijo y el carnero que Dios había provisto fue ofrecido
en lugar de Isaac, entonces se derramó luz sobre el misterio de la
redención, y aun los ángeles comprendieron más claramente las medidas
admirables que había tomado Dios para salvar al hombre. (Véase 1 Ped. 1:
12.) 152
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