JACOB
y Esaú, los hijos gemelos de Isaac, presentan un contraste sorprendente
tanto en su vida como en su carácter. Esta desigualdad fue predicha
por el ángel de Dios antes de que nacieran. Cuando él contestó la
oración de Rebeca, le anunció que tendría dos hijos y le reveló su
historia futura, diciéndole que cada uno sería jefe de una nación
poderosa, pero que uno de ellos sería más grande que el otro, y que el
menor tendría la preeminencia.
Esaú
se crió deleitándose en la complacencia propia y concentrando todo su
interés en lo presente. Contrario a toda restricción, se deleitaba en
la libertad montaraz de la caza, y desde joven eligió la vida de
cazador. Sin embargo, era el hijo favorito de su padre. El pastor
tranquilo y pacífico se sintió atraído por la osadía y la fuerza de su
hijo mayor, que corría sin temor por montes y desiertos, y volvía con
caza para su padre y con relatos palpitantes de su vida aventurera.
Jacob,
reflexivo, aplicado y cuidadoso, pensando siempre más en el porvenir
que en el presente, se conformaba con vivir en casa, ocupado en cuidar
los rebaños y en labrar la tierra.
Su
perseverancia paciente, su economía y su previsión eran apreciadas por
su madre. Sus afectos eran profundos y fuertes, y sus gentiles e
infatigables atenciones contribuían mucho más a su felicidad que la
amabilidad bulliciosa y ocasional de Esaú.
Para Rebeca, Jacob era el hijo predilecto.
Para Rebeca, Jacob era el hijo predilecto.
Las
promesas hechas a Abrahán y confirmadas a su hijo eran miradas por
Isaac y Rebeca como la meta suprema de sus deseos y esperanzas. Esaú y
Jacob conocían estas promesas,
Se
les había enseñado a considerar la primogenitura como asunto de gran
importancia, porque no sólo abarcaba 176 la herencia de las riquezas
terrenales, sino también la preeminencia espiritual. El que la recibía
debía ser el sacerdote de la familia; y de su linaje descendería el
Redentor del mundo.
En cambio, también pesaban responsabilidades sobre el poseedor de la primogenitura. El
que heredaba sus bendiciones debía dedicar su vida al servicio de Dios.
Como Abrahán, debía obedecer los requerimientos divinos. En el casamiento, en las relaciones de familia y en la vida pública, debía consultar la voluntad de Dios.
Isaac
presentó a sus hijos estos privilegios y condiciones, y les indicó
claramente que Esaú, por ser el mayor, tenía derecho a la primogenitura.
Pero Esaú no amaba la devoción, ni tenía inclinación hacia la vida religiosa. Las exigencias que acompañaban a la primogenitura espiritual eran para él una restricción desagradable y hasta odiosa. La ley de Dios, condición del pacto divino con Abrahán, era considerada por Esaú como un yugo servil.
Inclinado a la complacencia propia, nada deseaba tanto como la
libertad para hacer su gusto. Para él, el poder y la riqueza, los
festines y el alboroto, constituían la felicidad. Se jactaba de la
libertad ilimitada de su vida indómita y errante.
Rebeca
recordaba las palabras del ángel, y, con percepción más clara que la de
su esposo, comprendía el carácter de sus hijos. Estaba convencida de
que Jacob estaba destinado a heredar la promesa divina. Repitió a Isaac
las palabras del ángel; pero los afectos del padre se concentraban en
su hijo mayor, y se mantuvo firme en su propósito.
Jacob
había oído a su madre referirse a la indicación divina de que él
recibiría la primogenitura, y desde entonces tuvo un deseo indecible de
alcanzar los privilegios que ésta confería. No
era la riqueza del padre lo que ansiaba; el objeto de sus anhelos era
la primogenitura espiritual. Tener comunión con Dios, como el justo
Abrahán, ofrecer el sacrificio expiatorio por su familia, ser el
progenitor del pueblo escogido y del Mesías prometido, y heredar las
posesiones inmortales que 177 estaban contenidas en las bendiciones del
pacto: éstos eran los honores y prerrogativas que encendían sus deseos
más ardientes. Sus pensamientos se dirigían constantemente hacia el porvenir, y trataba de comprender sus bendiciones invisibles.
Con
secreto anhelo escuchaba todo lo que su padre decía acerca de la
primogenitura espiritual; retenía cuidadosamente lo que oía de su madre.
Día y noche este asunto ocupaba sus pensamientos, hasta que se
convirtió en el interés absorbente de su vida. Pero
aunque daba más valor a las bendiciones eternas que a las temporales,
Jacob no tenía todavía un conocimiento experimental del Dios a quien
adoraba. Su corazón no había sido renovado por la gracia
divina. Creía que la promesa respecto a él mismo no se podría cumplir
mientras Esaú poseyera la primogenitura; y constantemente estudiaba los
medios de obtener la bendición que su hermano consideraba de poca
importancia y que para él era tan preciosa.
Cuando
Esaú, al volver un día de la caza, cansado y desfallecido, le pidió a
Jacob la comida que estaba preparando, éste último, en quien predominaba
siempre el mismo pensamiento, aprovechó la oportunidad y ofreció saciar
el hambre de su hermano a cambio de la primogenitura. "He aquí yo me
voy a morir -exclamó el temerario y desenfrenado cazador;- ¿para qué,
pues, me servirá la primogenitura?" (Gén. 25: 32.) Y por un plato de
lentejas se deshizo de su primogenitura, y confirmó la transacción
mediante un juramento. Unos instantes después, a lo sumo, Esaú hubiera
conseguido alimento en las tiendas de su padre; pero para satisfacer el
deseo del momento, trocó descuidadamente la gloriosa herencia que Dios
mismo había prometido a sus padres. Todo su interés se concentraba en el momento presente. Estaba dispuesto a sacrificar lo celestial por lo terreno, a cambiar un bien futuro por un goce momentáneo.
"Así
menospreció Esaú la primogenitura." Al deshacerse de ella, tuvo un
sentimiento de alivio. Ahora su camino estaba libre; podría hacer lo que
se le antojara. ¡Cuántos aun 178 hoy día, por este insensato placer,
mal llamado libertad, venden su derecho a una herencia pura, inmaculada y
eterna en el cielo!
Sometido
siempre a los estímulos exteriores y terrenales, Esaú se había casado
con dos mujeres de las hijas de Het. Estas adoraban dioses falsos, y su
idolatría causaba amarga pena a Isaac y Rebeca. Esaú
había violado una de las condiciones del pacto, que prohibía el
matrimonio entre el pueblo escogido y los paganos; pero Isaac no
vacilaba en su determinación de conferirle la primogenitura.
Las razones de Rebeca, el vehemente deseo de Jacob de recibir la
bendición, la indiferencia de Esaú hacia sus obligaciones, no
consiguieron cambiar la resolución del padre. Pasaron los años, hasta
que Isaac, anciano y ciego, y esperando morir pronto, decidió no demorar
más en dar la bendición a su hijo mayor. Pero conociendo la
resistencia de Rebeca y de Jacob, decidió realizar secretamente la
solemne ceremonia. En conformidad con la costumbre de hacer un festín
en tales ocasiones, el patriarca mandó a Esaú: "Sal al campo, y cógeme
caza; y hazme un guisado, . . . para que te bendiga mi alma antes que
muera." (Véase Génesis 27)
Rebeca
adivinó su propósito. Estaba convencida de que era contrario a lo que
Dios le había revelado como su voluntad. Isaac estaba en peligro de
desagradar al Señor y de excluir a su hijo menor de la posición a la
cual Dios le había llamado. En vano había tratado de razonar con Isaac,
por lo que decidió recurrir a un ardid.
Apenas
Esaú se puso en camino para cumplir su encargo, empezó Rebeca a
realizar su intención. Refirió a Jacob lo que había sucedido, y le
apremió con la necesidad de obrar en seguida, para impedir que la
bendición se diera definitiva e irrevocablemente a Esaú. Le aseguró que
si obedecía sus instrucciones obtendría la bendición, como Dios lo
había prometido. Jacob no consintió en seguida en apoyar el plan que
ella propuso. La idea de engañar a su padre le causaba 179 mucha
aflicción. Le parecía que tal pecado le traería una maldición más bien
que bendición. Pero sus escrúpulos fueron vencidos y procedió a hacer lo que le sugería su madre.
No era su intención pronunciar una mentira directa, pero cuando estuvo
ante su padre, le pareció que había ido demasiado lejos para poder
retroceder, y valiéndose de un engaño obtuvo la codiciada bendición.
Jacob y Rebeca triunfaron en su propósito, pero por su engaño no se granjearon más que tristeza y aflicción.
Dios había declarado que Jacob debía recibir la primogenitura y si
hubiesen esperado con confianza hasta que Dios obrara en su favor, la
promesa se habría cumplido a su debido tiempo. Pero, como muchos que hoy profesan ser hijos de Dios, no quisieron dejar el asunto en las manos del Señor. Rebeca
se arrepintió amargamente del mal consejo que había dado a su hijo;
pues fue la causa de que quedara separada de él y nunca más volviera a
ver su rostro. Desde la hora en que recibió la
primogenitura, Jacob se sintió agobiado por la condenación propia.
Había pecado contra su padre, contra su hermano, contra su propia alma, y
contra Dios. En sólo una hora se había acarreado una larga vida de
arrepentimiento. Esta
escena estuvo siempre presente ante él en sus altos postrimeros, cuando
la mala conducta de sus propios hijos oprimía su alma.
Ni
bien hubo dejado Jacob la tienda de su padre, entró Esaú. Aunque había
vendido su primogenitura y confirmado el trueque con un solemne
juramento, estaba ahora decidido a conseguir sus bendiciones, a pesar de
las protestas de su hermano. Con la primogenitura espiritual estaba
unida la temporal, que le daría el gobierno de la familia y una porción
doble de las riquezas de su padre. Estas eran bendiciones que él podía
avalorar. "Levántese mi padre -dijo,- y coma de la caza de su hijo,
para que me bendiga tu alma."
Temblando
de asombro y congoja, el anciano padre se dio cuenta del engaño
cometido contra él. Habían sido frustradas 180 las caras esperanzas que
había albergado durante tanto tiempo, y sintió en el alma el desengaño
que había de herir a su hijo mayor. Sin embargo, se le ocurrió como un relámpago la convicción de que era la providencia de Dios la que había vencido su intención, y había realizado aquello mismo que él había resuelto impedir.
Se acordó de las palabras que el ángel había dicho a Rebeca, y no
obstante el pecado del cual Jacob ahora era culpable, vio en él al hijo
más capaz para realizar los propósitos de Dios. Cuando las palabras de
la bendición estaban en sus labios, había sentido sobre sí el Espíritu
de la inspiración; y ahora, conociendo todas las circunstancias,
ratificó la bendición que sin saberlo había pronunciado sobre Jacob: "Yo
le bendije, y será bendito."
Esaú
había menospreciado la bendición mientras parecía estar a su alcance,
pero ahora que se le había escapado para siempre, deseó poseerla. Se
despertó toda la fuerza de su naturaleza impetuosa y apasionada, y su
dolor e ira fueron terribles. Gritó con intensa amargura "Bendíceme también a mí, padre mío." "¿No has guardado bendición para mi?" Pero la promesa dada no se había de revocar. No podía recobrar la primogenitura que había trocado tan descuidadamente. "Por una vianda,"
con que satisfizo momentáneamente el apetito que nunca había reprimido,
vendió Esaú su herencia; y cuando comprendió su locura, ya era tarde
para recobrar la bendición "No halló lugar de arrepentimiento, aunque la procuró con lágrimas." (Heb. 12: 16, 17)
Esaú
no quedaba privado del derecho de buscar la gracia de Dios mediante el
arrepentimiento; pero no podía encontrar medios para recobrar la
primogenitura. Su dolor no provenía de que estuviese convencido de
haber pecado; no deseaba reconciliarse con Dios. Se entristecía por los
resultados de su pecado, no por el pecado mismo.
A
causa de su indiferencia hacia las bendiciones y requerimientos
divinos, la Escritura llama a Esaú "profano." Representa a aquellos que
menosprecian la redención comprada 181 para ellos por Cristo, y que
están dispuestos a sacrificar su herencia celestial a cambio de las
cosas perecederas de la tierra.
Multitudes viven para el momento presente, sin preocuparse del futuro. Como Esaú exclaman: "Comamos y bebamos, que mañana moriremos." (1 Cor. 15: 32)
Son
dominados por sus inclinaciones; y en vez de practicar la abnegación,
pasan por alto las consideraciones de más valor. Si se trata de
renunciar a una de las dos cosas, la satisfacción de un apetito
depravado o las bendiciones celestiales prometidas solamente a los que
practican la abnegación de sí mismos y temen a Dios, prevalecen las
exigencias del apetito, y Dios y el cielo son tenidos en poco.
¡Cuántos,
aun entre los que profesan ser cristianos, se aferran a goces
perjudiciales para la salud, que entorpecen la sensibilidad del alma!
Cuando se les presenta el deber de limpiarse de toda inmundicia del
espíritu y de la carne, perfeccionando la santidad en el temor de Dios,
se ofenden. Ven que no pueden retener esos goces perjudiciales, y al
mismo tiempo alcanzar el cielo, y como la senda que lleva a la vida
eterna les resulta tan estrecha, concluyen por decidirse a no seguir en
ella.
Millares
de personas están vendiendo su primogenitura para satisfacer deseos
sensuales. Sacrifican la salud, debilitan las facultades mentales, y
pierden el cielo; y todo esto por un placer meramente temporal, por un
goce que debilita y degrada.
Así
como Esaú despertó para ver la locura de su cambio precipitado cuando
era tarde para recobrar lo perdido, así les ocurrirá en el día de Dios a
los que han trocado su herencia celestial por la satisfacción de goces
egoístas. 182
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