Nuestra única responsabilidad
Como Supremo Legislador del universo, Dios ha ordenado leyes no sólo para el gobierno de todos los seres vivientes, sino de todas las operaciones de la naturaleza. Todo, ya sea grande o pequeño, animado o inanimado, está bajo leyes fijas que no pueden ser desdeñadas. No hay excepciones a esta regla, pues nada de lo hecho por la mano divina ha sido olvidado por la mente divina. Sin embargo, al paso que todo lo que hay en la naturaleza es gobernado por la ley natural, sólo el hombre, como ser inteligente, capaz de entender sus requerimientos, es responsable ante la ley moral. Sólo al hombre, corona de la creación divina, Dios ha dado una conciencia que comprende las demandas sagradas de la ley divina, y un corazón capaz de amarla como santa, justa y buena. Del hombre se requiere pronta y perfecta obediencia. Sin embargo, Dios no lo obliga a obedecer: queda como ser moral libre.
Son pocos los que comprenden el tema de la responsabilidad personal del hombre. Sin embargo, es un asunto de máxima importancia. Todos podemos obedecer y vivir, o podemos transgredir la ley de Dios, desafiar su autoridad y recibir el castigo consiguiente. De modo que a cada alma le incumbe decididamente la pregunta: ¿Obedeceré la voz del cielo, las diez palabras pronunciadas en el Sinaí, o iré con la multitud que pisotea esta ígnea ley? Para los que aman a Dios, será la máxima delicia observar los mandamientos divinos y hacer aquellas cosas que son agradables a la vista de Dios. Pero el corazón natural odia la ley de Dios y lucha contra sus santas demandas. los hombres cierran su alma a la luz divina, rehusando caminar en ella cuando brilla sobre 31 ellos. Sacrifican la pureza del corazón, el favor de Dios y su esperanza del cielo a cambio de la complacencia egoísta o las ganancias mundanales.
Dice el salmista: "la ley de Jehová es perfecta" (Sal. 19: 7). ¡Cuán maravillosa es la ley de Jehová en su sencillez, su extensión y perfección! Es tan breve, que podemos fácilmente aprender de memoria cada precepto, y sin embargo tan abarcante como para expresar toda la voluntad de Dios y tener conocimiento no sólo de las acciones externas, sino de los pensamientos e intenciones, los deseos y emociones del corazón. Las leyes humanas no pueden hacer esto. Sólo pueden tratar con las acciones externas. Un hombre puede ser transgresor y, sin embargo, puede ocultar sus faltas de los ojos humanos. Puede ser criminal, ladrón, asesino o adúltero, pero mientras no sea descubierto, la ley no puede condenarlo como culpable. La ley de Dios toma en cuenta los celos, la envidia, el odio, la malignidad, la venganza, la concupiscencia y la ambición que agitan el alma, pero que no han hallado expresión en acciones externas porque ha faltado la oportunidad aunque no la voluntad. Y se demandará cuenta de esas emociones pecaminosas en el día cuando "Dios traerá toda obra a juicio, juntamente con toda cosa encubierta, sea buena o sea mala"
(Ecl. 12: 14).
El obedecer trae felicidad
La ley de Dios es sencilla y se entiende fácilmente. Hay hombres que se jactan orgullosamente de que sólo creen lo que pueden entender, olvidándose de que hay misterios en la vida humana y en la manifestación del poder de Dios, en las obras de la naturaleza: misterios que la filosofía más profunda, la investigación más extensa, son incapaces de explicar. Pero no hay misterios en la ley de Dios. Todos pueden comprender las grandes verdades que implica. El intelecto más débil puede captar esas reglas; el más ignorante puede regular su vida y formar su carácter de acuerdo con la norma divina. Si los hijos de los hombres obedecieran esta ley al máximo de su capacidad, ganarían fortaleza para su mente y poder de discernimiento para comprender todavía más el 32 propósito y los planes de Dios. Y este progreso sería continuo, no sólo durante la vida presente, sino durante los siglos eternos, pues no importa cuán lejos avancemos en el conocimiento de la sabiduría y del poder de Dios, siempre queda un infinito más allá.
La ley divina nos demanda amar a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Sin el ejercicio de este amor, la más elevada profesión de fe es mera hipocresía...
Es esencial la obediencia a la ley, no sólo para nuestra salvación, sino para nuestra felicidad y para la felicidad de aquellos con quienes nos relacionamos. "Mucha paz tienen los que aman tu ley, y no hay para ellos tropiezo" (Sal. 119: 165), dice la Palabra inspirada. Sin embargo, el hombre finito presentará a la gente esta ley santa, justa y buena, esta ley de libertad que el Creador mismo ha adaptado para las necesidades del hombre, como un yugo de opresión, un yugo que nadie puede llevar. Pero es el pecador el que considera la ley como un yugo penoso; es el transgresor el que no puede ver belleza en sus preceptos. Pues la mente carnal "no se sujeta a la ley de Dios, ni tampoco puede" (Rom. 8: 7)...
Más allá de las prohibiciones
Vivimos en un siglo de gran impiedad. Las multitudes están esclavizadas por costumbres pecaminosas y malos hábitos, y son difíciles de romper los grillos que las atan. Como un diluvio, la iniquidad está inundando la tierra. Ocurren diariamente crímenes casi demasiado horrorosos para ser mencionados. Y, sin embargo, hombres que profesan ser atalayas en las murallas de Sion quieren enseñar que la ley era sólo para los judíos y que caducó con los gloriosos privilegios que comenzaron en la era evangélica. ¿No hay acaso una relación entre el desenfreno y el crimen imperantes, y el hecho de que los ministros y sus fieles sostienen y enseñan que la ley no está más en vigencia?
El poder condenador de la ley de Dios se extiende no sólo a lo que hacemos, sino a lo que no hacemos. No hemos 33 de justificarnos dejando de hacer lo que Dios requiere. No sólo hemos de cesar de hacer el mal, sino que debemos aprender a hacer el bien. Dios nos ha dado facultades que deben ejercerse en buenas obras, y si no se emplean esas facultades, ciertamente seremos considerados como siervos malos y negligentes. Quizá no hayamos cometido atroces pecados; tales faltas quizá no estén registradas contra nosotros en el libro de Dios; pero el hecho de que nuestros actos no sean registrados como puros, buenos, elevados y nobles -lo que indica que no hemos cultivado los talentos que se nos confiaron-, nos coloca bajo condenación.
La ley de Dios existía antes de que el hombre fuera creado. Fue adaptada a las condiciones de seres santos: aun los ángeles eran gobernados por ella. No se cambiaron los principios de justicia después de la caída. Nada fue quitado de la ley. No podía mejorarse ninguno de sus santos preceptos. Y así como ha existido desde el comienzo, de la misma manera continuará existiendo por los siglos perpetuos de la eternidad. Dice el salmista: "Hace ya mucho que he entendido tus testimonios, que para siempre los has establecido" (Sal. 119: 152).* 34
(Reavivamientos Modernos Capitulo 4)
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