Los ministros del Evangelio, como mensajeros de Dios a sus semejantes, no deben nunca perder de vista su misión ni sus responsabilidades. Si pierden su conexión con el cielo, están en mayor peligro que los demás, y pueden ejercer mayor influencia para mal. Satanás los vigila constantemente, esperando que se manifieste alguna debilidad, por medio de la cual pueda atacarlos con éxito. OE17
jueves, 29 de octubre de 2009
9. El Gozo De La Colaboración.
DIOS es la fuente de vida, luz y gozo para el universo. Como los rayos de la luz del sol, como las corrientes de agua que brotan de un manantial vivo, las bendiciones descienden de él a todas sus criaturas. Y dondequiera que la Vida de Dios esté en el corazón de los hombres, inundará a otros de amor y bendición.
El gozo de nuestro Salvador se cifraba en levantar y redimir a los hombres caídos. Para lograr este fin no consideró su vida como cosa preciosa, mas sufrió la cruz menospreciando la ignominia. Así los ángeles están siempre empeñados en trabajar por la felicidad de otros. Este es su gozo. Lo que los corazones egoístas considerarían un servicio degradante, servir a los que son infelices, y bajo todo aspecto inferiores a ellos en carácter y jerarquía, es la obra de los ángeles exentos de pecado. El espíritu de amor y abnegación de Cristo es el espíritu que llena los cielos y es la misma esencia de su gloria. Este es el espíritu que poseerán los discípulos de Cristo, la obra que harán.
Cuando el amor de Cristo está guardado en el corazón, como dulce fragancia no puede ocultarse. Su santa influencia será percibida por todos aquellos con quienes nos relacionemos. El espíritu de Cristo en el corazón es como un manantial en un desierto, que se derrama para refrescarlo todo y despertar, en los que ya están por perecer, ansias de beber del agua de la vida.
El amor a Jesús se manifestará por el deseo de trabajar, como él trabajó, por la felicidad y elevación de la humanidad. Nos inspirará amor, ternura y simpatía por todas las criaturas que gozan del cuidado de nuestro Padre celestial.
La vida terrenal del Salvador no fue una vida de comodidad y devoción a sí mismo, sino que trabajó con un esfuerzo persistente, ardiente, infatigable por la salvación de la perdida humanidad. Desde el pesebre hasta el Calvario, siguió la senda de la abnegación y no procuró estar libre de tareas arduas, duros viajes y penosísimo cuidado y trabajo. Dijo: "El Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos" (S.Mateo 20: 28). Tal fue el gran objeto de su vida. Todo lo demás fue secundario y accesorio. Fue su comida y bebida hacer la voluntad de Dios y acabar su obra. No había amor propio ni egoísmo en su trabajo.
Así también los que son participantes de la gracia de Cristo están dispuestos a hacer cualquier sacrificio a fin de que aquellos por los cuales él murió tengan parte en el don celestial. Harán cuanto puedan para que el mundo sea mejor por su permanencia en él. Este espíritu es el fruto seguro del alma verdaderamente convertida. Tan pronto como viene uno a Cristo, nace en el corazón un vivo deseo de hacer conocer a otros cuán precioso amigo ha encontrado en Jesús; la verdad salvadora y santificadora no puede permanecer encerrada en el corazón. Si estamos revestidos de la justicia de Cristo y rebosamos de gozo por la presencia de su Espíritu, no podremos guardar silencio. Si hemos probado y visto que el Señor es bueno, tendremos algo que decir a otros. Como Felipe cuando encontró al Salvador, invitaremos a otros a ir a él. Procuraremos hacerles presente los atractivos de Cristo y las invisibles realidades del mundo venidero. Anhelaremos ardientemente seguir en la senda que recorrió Jesús y desearemos que los que nos rodean puedan ver al "Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (S. Juan 1: 29).
Y el esfuerzo por hacer bien a otros se tornará en bendiciones para nosotros mismos. Este fue el designio de Dios, al darnos una parte que hacer en el plan de la redención. El ha concedido a los hombres el privilegio de ser hechos participantes de la naturaleza divina y de difundir a su vez bendiciones para sus hermanos. Este es el honor más alto y el gozo más grande que Dios pueda conferir a los hombres. Los que así participan en trabajos de amor, se acercan más a su Creador.
Dios podría haber encomendado el mensaje del Evangelio, y toda la obra del ministerio de amor, a los ángeles del cielo. Podría haber empleado otros medios para llevar a cabo su obra. Pero en su amor infinito quiso hacernos colaboradores con él, con Cristo y con los ángeles, para que participásemos de la bendición, del gozo y de la elevación espiritual que resultan de este abnegado ministerio. Somos inducidos a simpatizar con Cristo, asociándonos a sus padecimientos. Cada acto de sacrificio personal por el bien de otros robustece el espíritu de caridad en el corazón y lo une más fuertemente al Redentor del mundo, quien, "siendo él rico, por vuestra causa se hizo pobre, para que vosotros, por medio de su pobreza, llegaseis a ser ricos' (2 Corintios 8: 9 ). Y solamente cuando cumplimos así el designio que Dios tenía al crearnos, puede la vida ser una bendición para nosotros.
Si trabajáis como Cristo quiere que sus discípulos trabajen y ganen almas para él, sentiréis la necesidad de una experiencia más profunda y de un conocimiento más grande de las cosas divinas y tendréis hambre y sed de justicia. Abogaréis con Dios y vuestra fe se robustecerá; y vuestra alma beberá en abundancia de la fuente de la salud. El encontrar oposición y pruebas os llevará a la Biblia y a la oración. Creceréis en la gracia y en el conocimiento de Cristo y adquiriréis una rica experiencia.
El trabajo desinteresado por otros da al carácter profundidad, firmeza y amabilidad parecidas a las de Cristo; trae paz y felicidad al que lo realiza. Las aspiraciones se elevan. No hay lugar para la pereza o el egoísmo. Los que de esta manera ejerzan las gracias cristianas crecerán y se harán fuertes para trabajar por Dios. Tendrán claras percepciones espirituales, una fe firme y creciente y un acrecentado poder en la oración. El Espíritu de Dios, que mueve su espíritu, pone en juego las sagradas armonías del alma, en respuesta al toque divino. Los que así se consagran a un esfuerzo desinteresado por el bien de otros, están obrando ciertamente su propia salvación.
El único modo de crecer en la gracia es haciendo desinteresadamente la obra que Cristo ha puesto en nuestras manos: comprometernos, en la medida de nuestra capacidad, a ayudar y beneficiar a los que necesitan la ayuda que podemos darles. La fuerza se desarrolla con el ejercicio; la actividad es la misma condición de la vida. Los que se esfuerzan en mantener una vida cristiana aceptando pasivamente las bendiciones que vienen por la gracia, sin hacer nada por Cristo, procuran simplemente vivir comiendo sin trabajar. Pero el resultado de esto, tanto en el mundo espiritual como en el temporal, es siempre la degeneración y decadencia. El hombre que rehusara ejercitar sus miembros pronto perdería todo el poder de usarlos. También el cristiano que no ejercita las facultades que Dios le ha dado, no solamente dejará de crecer en Cristo, sino que perderá la fuerza que tenía.
La iglesia de Cristo es el agente elegido por Dios para la salvación de los hombres. Su misión es extender el Evangelio por todo el mundo. Y la obligación recae sobre todos los cristianos. Cada uno de nosotros, hasta donde lo permitan sus talentos y oportunidades, tiene que cumplir con la comisión del Salvador. El amor de Cristo que nos ha sido revelado nos hace deudores a cuantos no lo conocen. Dios nos dio luz no sólo para nosotros sino para que la derramemos sobre ellos.
Si los discípulos de Cristo comprendiesen su deber, habría mil heraldos del Evangelio a los gentiles donde hoy hay uno. Y todos los que no pudieran dedicarse personalmente a la obra, la sostendrían con sus recursos, simpatías y oraciones. Y habría de seguro más ardiente trabajo por las almas en los países cristianos.
No necesitamos ir a tierras de paganos, ni aún dejar el pequeño círculo del hogar, si es ahí a donde el deber nos llama a trabajar por Cristo. Podemos hacer esto en el seno del hogar, en la iglesia, entre aquellos con quienes nos asociamos y con quienes negociamos.
Nuestro Salvador pasó la mayor parte de su vida terrenal trabajando pacientemente en la carpintería de Nazaret. Los ángeles ministradores servían al Señor de la vida mientras caminaba con campesinos y labradores, desconocido y no honrado. El estaba cumpliendo su misión tan fielmente mientras trabajaba en su humilde oficio, como cuando sanaba a los enfermos o caminaba sobre las olas tempestuosas del mar de Galilea. Así, en los deberes más humildes y en las posiciones mas bajas de la vida, podemos andar y trabajar con Jesús.
El apóstol dice: "Cada uno permanezca para con Dios en aquel estado en que fue llamado" (1 Corintios 7: 24). El hombre de negocios puede dirigir sus negocios de un modo que glorifique a su Maestro por su fidelidad. Si es verdadero discípulo de Cristo, pondrá en práctica su religión en todo lo que haga y revelará a los hombres el espíritu de Cristo. El obrero manual puede ser un diligente y fiel representante de Aquel que se ocupó en los trabajos humildes de la vida entre las colinas de Galilea. Todo aquel que lleva el nombre de Cristo debe obrar de tal modo que los otros, viendo sus buenas obras, sean inducidos a glorificar a su Creador y Redentor.
Muchos se excusan de poner sus dones al servicio de Cristo porque otros poseen mejores dotes y ventajas. Ha prevalecido la opinión de que solamente los que están especialmente dotados tienen que consagrar sus habilidades al servicio de Dios. Muchos han llegado a la conclusión de que el talento se da sólo a cierta clase favorecida, excluyendo a otros que, por supuesto, no son llamados a participar de las faenas ni de los galardones. Mas no lo indica así la parábola. Cuando el Señor de la casa llamó a sus siervos, dio a cada uno su trabajo.
Con espíritu amoroso podemos ejecutar los deberes más humildes de la vida "como para el Señor" (Colosenses 3: 23). Si tenemos el amor de Dios en nuestro corazón, se manifestará en nuestra vida. El suave olor de Cristo nos rodeará y nuestra influencia elevará y beneficiará a otros.
No debéis esperar mejores oportunidades o habilidades extraordinarias para empezar a trabajar por Dios. No necesitáis preocuparos en lo más mínimo de lo que el mundo dirá de vosotros. Si vuestra vida diaria es un testimonio de la pureza y sinceridad de vuestra fe y los demás están convencidos de vuestros deseos de hacerles bien, vuestros esfuerzos no serán enteramente perdidos. Los más humildes y más pobres de los discípulos de Jesús pueden ser una bendición para otros. Pueden no echar de ver que están haciendo algún bien especial, pero por su influencia inconsciente pueden derramar bendiciones abundantes que se extiendan y profundicen, y cuyos benditos resultados no se conozcan hasta el día de la recompensa final. Ellos no sienten ni saben que están haciendo alguna cosa grande. No necesitan cargarse de ansiedad por el éxito. Tienen solamente que seguir adelante con tranquilidad, haciendo fielmente la obra que la providencia de Dios indique, y su vida no será inútil. Sus propias almas crecerán cada vez más a la semejanza de Cristo; son colaboradores de Dios en esta vida, y así se están preparando para la obra más elevada y el gozo sin sombra de la vida venidera. CC
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