Un agricultor íntegro y de corazón recto, que había llegado a dudar de la autoridad divina de las Santas Escrituras, pero que deseaba sinceramente conocer la verdad, fue el hombre especialmente escogido por Dios para dar principio a la proclamación de la segunda venida de Cristo. Como otros reformadores, Guillermo Miller había luchado con la pobreza en su juventud, y así había aprendido valiosas lecciones de dinamismo y abnegación. Los miembros de la familia de la que descendía se habían distinguido por un espíritu independiente y amante de la libertad, por su capacidad de resistencia y ardiente patriotismo; y estos rasgos sobresalían también en el carácter de Guillermo. Su padre fue capitán en la guerra de la independencia norteamericana, y a los sacrificios que hizo durante las luchas de aquella época tempestuosa pueden achacarse las circunstancias apremiantes que rodearon la juventud de Miller.
Poseía una robusta constitución, y ya desde su niñez dio pruebas de una inteligencia poco común, que se fue acentuando con la edad. Su espíritu era activo y bien desarrollado, y ardiente su sed de saber. Aunque no gozó de las ventajas de una instrucción académica, su amor al estudio y al hábito de reflexionar cuidadosamente, junto con su agudo criterio, hicieron de él un hombre de sano juicio y de gran comprensión. Su carácter moral era irreprochable, y gozaba de envidiable reputación, siendo generalmente estimado por su integridad, su frugalidad y su benevolencia. A fuerza de energía y aplicación no tardó en obtener un buen pasar, si bien conservó siempre sus hábitos de estudio. Desempeñó con éxito varios 55 cargos civiles y militares, y el camino hacia la riqueza y los honores parecía estarle ampliamente abierto.
Su madre era una mujer verdaderamente piadosa, de modo que durante su infancia estuvo sujeto a influencias religiosas. Sin embargo, siendo aún niño, tuvo trato con deístas, cuya influencia la reforzó el hecho de que la mayoría de ellos eran buenos ciudadanos y hombres de disposición humanitaria y benévola. Viviendo como vivían, en medio de instituciones cristianas, sus caracteres habían sido modelados hasta cierto punto por el ambiente. Debían a la Biblia las cualidades que les granjeaban respeto y confianza; y no obstante, tan hermosas dotes se habían malogrado hasta ejercer influencia en contra de la Palabra de Dios. Al tratarse con esos hombres Miller llegó a adoptar sus opiniones. Las interpretaciones corrientes de las Sagradas Escrituras presentaban dificultades que le parecían insuperables; pero como, al paso que sus nuevas creencias que le hacían rechazar la Biblia no le ofrecían nada mejor, distaba mucho de estar satisfecho. Sin embargo, conservó esas ideas cerca de doce años. Pero a la edad de 34, el Espíritu Santo obró en su corazón y le hizo sentir su condición pecadora. No hallaba en sus creencias anteriores seguridad alguna de dicha para más allá de la tumba. El porvenir se le presentaba sombrío y tétrico. . .
En ese estado permaneció varios meses. "De pronto -dice-, el carácter de un Salvador se grabó hondamente en mi espíritu. Me pareció que bien podría existir un ser tan bueno y compasivo que expiara nuestras transgresiones, y nos librara así de sufrir la pena del pecado. Sentí inmediatamente cuán amable era este Alguien, y me imaginé que podría echarme en sus brazos y confiar en su misericordia. Pero surgió la pregunta: ¿Cómo se puede probar la existencia de tal ser? Encontré que, fuera de la Biblia, no podía obtener prueba alguna de la existencia de semejante Salvador, o siquiera de una existencia futura. . .
"Discerní que la Biblia presentaba precisamente un Salvador como el que yo necesitaba; pero no veía cómo un libro no inspirado pudiera desarrollar principios tan perfectamente 56 adaptados a las necesidades de un mundo caído. Me vi obligado a admitir que las Sagradas Escrituras debían ser una revelación de Dios. Llegaron a ser mi deleite; y encontré en Jesús un amigo. El Salvador vino a ser para mí el más señalado entre diez mil; y las Escrituras, que antes eran oscuras y contradictorias, se volvieron entonces antorcha a mis pies y luz a mi senda. Mi espíritu se llenó de calma y satisfacción. Encontré que el Señor Dios era la Roca en medio del océano de la vida. La Biblia llegó a ser entonces mi principal objeto de estudio, y puedo decir en verdad que la escudriñaba con gran deleite. Encontré que no se me había dicho nunca ni la mitad de lo que contenía. Me admiraba de que no hubiese visto antes su belleza y magnificencia, y de que hubiese podido rechazarla. En ella encontré revelado todo lo que mi corazón podía desear y un remedio para toda enfermedad del alma. Perdí enteramente el gusto por otra lectura, y me apliqué de corazón a adquirir la sabiduría de Dios" (S. Bliss, Memoirs of William Miller, págs. 65-67).
Miller hizo entonces pública profesión de fe en la religión que había despreciado antes. Pero sus compañeros incrédulos no tardaron en recurrir a todos los argumentos de que él mismo había echado mano a menudo contra la autoridad divina de las Santas Escrituras. El no estaba todavía preparado para contestarles; pero se dijo a sí mismo que si la Biblia es una revelación de Dios, debía ser consecuente consigo misma; y que habiendo sido dada para instrucción del hombre, debía estar adaptada a su inteligencia. Resolvió estudiar las Sagradas Escrituras por su cuenta, y averiguar si las aparentes contradicciones no podían armonizar.
Procurando poner a un lado toda opinión preconcebida y prescindiendo de todo comentario, comparó pasaje con pasaje con la ayuda de las referencias marginales y de la Concordancia. Prosiguió su estudio de un modo regular y metódico; empezando con el Génesis, versículo por versículo; no pasaba adelante sino cuando el que estaba estudiando estaba aclarado, y se sentía libre de toda perplejidad. 57 Cuando encontraba algún pasaje oscuro, solía compararlo con todos los demás textos que parecían tener alguna relación con el asunto en cuestión. Le daba a cada palabra el sentido que le correspondía en el tema que trataba el texto, y si la idea que de él se formaba armonizaba con cada pasaje colateral, la dificultad desaparecía. Así, cada vez que daba con un pasaje difícil de comprender, encontraba la explicación en alguna otra parte de las Santas Escrituras. A medida que estudiaba y oraba fervorosamente para que Dios lo iluminara, lo que antes le había parecido oscuro se aclaraba. Experimentaba la verdad de las palabras del salmista: "El principio de tus palabras alumbra, hace entender a los simples" (Sal. 119: 130).
El estudio de las profecías
Con profundo interés estudió los libros de Daniel y Apocalipsis, siguiendo los mismos principios de interpretación que en los demás libros de la Biblia, y con gran gozo comprobó que era posible comprender los símbolos proféticos. Vio que en la medida en que se habían cumplido, las profecías lo habían hecho literalmente; que todas las diferentes figuras, metáforas, parábolas, semejanzas, etc., o estaban explicadas en su contexto inmediato, o los términos en que estaban expresadas se definían en otros pasajes; y que cuando eran así explicadas debían ser entendidas literalmente. "Así me convencí -dice- de que la Biblia es un sistema de verdades reveladas con tanta claridad y sencillez, que el que ande en el camino trazado por ellas, por insensato que sea, no tiene por qué extraviarse" (Id., pág. 70). A medida que paso a paso seguía los grandes lineamientos proféticos, sus esfuerzos fueron recompensados por el hallazgo de una cadena de verdades descubiertas eslabón tras eslabón. Ángeles del cielo dirigían sus pensamientos y descubrían las Escrituras a su inteligencia.
Tomando como criterio de estudio el modo en que las profecías se habían cumplido en lo pasado, para considerar 58 cómo se cumplirían las que aún faltaban, se convenció de que el concepto popular del reino espiritual de Cristo -un milenio temporal antes del fin del mundo, no estaba fundado en la Palabra de Dios. Esta doctrina que enseñaba que habría mil años de justicia y de paz antes de la venida personal del Señor, postergaba para un futuro muy lejano los juicios del día de Dios. Pero, por agradable que ella sea, es contraria a las enseñanzas de Cristo y sus apóstoles, quienes declaran que el trigo y la cizaña crecerán juntos hasta la siega en ocasión del fin del mundo; que "los malos hombres y los engañadores irán de mal en peor"; que "en los postreros días vendrán tiempos peligrosos"; "y entonces se manifestará aquel inicuo, a quien el Señor matará con el espíritu de su boca y destruirá con el resplandor de su venida" (Mat. 13: 30, 38-41; 2 Tim. 3: 13, 1; 2 Tes. 2: 8).
La iglesia apostólica no sustentaba la doctrina de la conversión del mundo y del reino espiritual de Cristo. No fue generalmente aceptada por los cristianos hasta casi a principios del siglo XVIII. Como todos los demás errores, éste también produjo malos resultados. Enseñó a los hombres a dejar para un remoto porvenir la venida del Señor, y les impidió que dieran importancia a las señales de su cercana llegada. Infundió un sentimiento de confianza y seguridad mal fundado, y llevó a muchos a descuidar la preparación necesaria para ir al encuentro de su Señor.
Miller encontró que la venida verdadera y personal de Cristo está claramente enseñada en las Sagradas Escrituras. San Pablo dice: "El Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo". Y el Salvador declara que "verán al Hijo del Hombre, viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y grande gloria". "Porque como el relámpago que sale del oriente y se muestra hasta el occidente, así será también la venida del Hijo del Hombre". Será acompañado por todas las huestes del cielo, pues "el Hijo del Hombre" vendrá "en su gloria, y todos los santos ángeles con él". "Y enviará sus ángeles con 59 gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos" (1 Tes. 4:16; Mat. 24: 30, 27; 25: 31; 24: 31).
Cuando venga los justos muertos resucitarán, y los justos que estuvieron aún vivos serán transformados. "No todos dormiremos -dice Pablo-, mas todos seremos mudados, en un momento, en un abrir de ojos, al sonar la última trompeta: porque sonará la trompeta, y los muertos resucitarán incorruptibles, y nosotros seremos mudados. Porque es necesario que este cuerpo corruptible se revista de incorrupción, y que este cuerpo mortal se revista de inmortalidad" (1 Cor. 15: 51-53, VM). Y en 1 Tesalonicenses 4: 16, 17 (VM), después de describir la venida del Señor, dice: "Los muertos en Cristo se levantarán primero; luego, nosotros los vivientes, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos a las nubes, al encuentro del Señor, en el aire; y así estaremos siempre con el Señor".
El pueblo de Dios no puede recibir el reino antes que se produzca el advenimiento personal de Cristo. El Señor había dicho: "Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y todos los ángeles con él, entonces se sentará sobre el trono de su gloria; y delante de él serán juntadas todas las naciones; y apartará a los hombres unos de otros, como el pastor aparta las ovejas de las cabras; y pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a la izquierda. Entonces dirá el Rey a los que estarán a su derecha: ¡Venid, benditos de mi Padre, poseed el reino destinado para vosotros desde la fundación del mundo!" (Mat. 25: 31-34, VM). Hemos visto por los pasajes que acabamos de citar que cuando venga el Hijo del hombre los muertos resucitarán incorruptibles, y los vivos serán transformados. Este gran cambio los preparará para recibir el reino, pues San Pablo dice: "La carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción" (1 Cor. 15: 50, VM). En su estado presente el hombre es mortal, corruptible; pero el reino de Dios será incorruptible y sempiterno. Por lo tanto, en su estado presente el hombre no puede entrar en el reino de Dios. Pero 60 cuando venga Jesús, concederá la inmortalidad a su pueblo; y luego llamará a sus hijos a poseer el reino, del que hasta aquí sólo han sido presuntos herederos.
Estos y otros pasajes bíblicos probaron claramente a Miller que los acontecimientos que generalmente se esperaba que se verificaran antes de la venida de Cristo, tales como un reino universal de paz y el establecimiento del reino de Dios en la tierra, debían realizarse después del segundo advenimiento. Además, todas las señales de los tiempos y el estado del mundo correspondían a la descripción profética de los últimos días. Por el solo estudio de las Sagradas Escrituras, Miller tuvo que llegar a la conclusión de que el período fijado para la subsistencia de la tierra en su estado actual estaba por terminar.
El impacto de la cronología bíblica
"Otra evidencia que afectó vitalmente mi espíritu -dice él- fue la cronología de las Santas Escrituras. . . Encontré que los acontecimientos predichos, que se habían cumplido en el pasado, se habían desarrollado muchas veces dentro de los límites de un tiempo determinado. Los ciento veinte años hasta el diluvio (Gén. 6: 3); los siete días que debían precederlo, con el anuncio de cuarenta días de lluvia (Gén. 7: 4); los cuatrocientos años de la permanencia de la posteridad de Abrahán en Egipto (Gén. 15: 13); los tres días de los sueños del copero y del panadero (Gén. 40: 12-20); los siete años de Faraón (Gén. 41: 28-54); los cuarenta años en el desierto (Núm. 14: 34); los tres años y medio de hambre (1 Rey. 17: 1) [véase Luc. 4: 25] . . . los setenta años del cautiverio en Babilonia (Jer. 25: 11); los siete tiempos de Nabucodonosor (Dan. 4: 13-16); y las siete semanas, más sesenta y dos semanas, más una semana, que sumaban setenta semanas determinadas sobre los judíos (Dan. 9: 24-27); todos los acontecimientos limitados por esos períodos no fueron una vez más que asuntos proféticos, pero se cumplieron de acuerdo con las predicciones" (Id., págs. 74, 75). 61
Por consiguiente, al encontrar en su estudio de la Biblia varios períodos cronológicos que, según su modo de entenderlos, se extendían hasta la segunda venida de Cristo, no pudo menos que considerarlos como los "tiempos señalados", que Dios había revelado a sus siervos. "Las cosas secretas -dice Moisés- pertenecen a Jehová nuestro Dios; mas las reveladas nos pertenecen a nosotros y a nuestros hijos para siempre", y el Señor declara por el profeta Amós que "no hará nada sin que revele su secreto a sus siervos los profetas" (Deut. 29: 29; Amós 3: 7, VM). Así que los que estudian la Palabra de Dios pueden confiar en que encontrarán indicado con claridad en las Escrituras el acontecimiento más estupendo que debe realizarse en la historia de la humanidad.
"Estando completamente convencido -dice Miller- de que toda Escritura divinamente inspirada es útil (2 Tim. 3: 16); que en ningún tiempo fue dada por voluntad humana, sino que fue escrita por hombres santos inspirados por el Espíritu Santo (2 Ped. 1: 21), y esto 'para nuestra enseñanza' 'para que por la paciencia, y por la consolación de las Escrituras tengamos esperanza' (Rom. 15: 4), no pude menos que considerar la cronología de la Biblia tan pertinente a la Palabra de Dios y tan acreedora a que la tomáramos en cuenta como cualquiera otra parte de las Sagradas Escrituras. Pensé, por consiguiente, que al tratar de comprender lo que Dios, en su misericordia, había juzgado conveniente revelarnos, yo no tenía derecho a pasar por alto los períodos proféticos" (Id., pág. 75).
La profecía de Daniel 8: 14
La profecía que parecía revelar con mayor claridad el tiempo del segundo advenimiento, era la de Daniel 8: 14: "Hasta dos mil y trescientas tardes y mañanas; entonces será purificado el Santuario" (VM). Siguiendo la regla que se había impuesto, de dejar que las Sagradas Escrituras se interpretaran a sí mismas, Miller llegó a saber que un día en 62 la profecía simbólica representa un año (Núm. 14: 34; Eze. 4: 6); vio que el período de los 2.300 días proféticos, o años literales, se extendía mucho más allá del fin de la era judaica, y que por consiguiente no podía referirse al santuario de aquella economía. Miller aceptaba la creencia general de que durante la era cristiana la tierra es el santuario, y dedujo por consiguiente que la purificación del santuario predicha en Daniel 8: 14 representaba la purificación de la tierra por fuego en el segundo advenimiento de Cristo. Llegó, pues, a la conclusión de que si podía encontrar el punto de partida de los 2.300 días, sería fácil fijar el tiempo del segundo advenimiento. . . (Id., pág. 76.)
Miller siguió escudriñando las profecías con más empeño y fervor que nunca, dedicando noches y días enteros al estudio de lo que resultaba entonces de tan inmensa importancia y absorbente interés. En el capítulo octavo de Daniel no pudo encontrar una pauta para descubrir el punto de partida de los 2.300 días. Aunque se le mandó que hiciera entender la visión a Daniel, el ángel Gabriel sólo le dio a éste una explicación parcial. Cuando el profeta vio las terribles persecuciones que sobrevendrían a la iglesia, desfallecieron sus fuerzas físicas. No pudo soportar más, y el ángel lo dejó por algún tiempo. Daniel quedó "sin fuerzas", y estuvo "enfermo algunos días". "Estaba asombrado de la visión -dice-; mas no hubo quien la explicase".
Y sin embargo Dios había ordenado a su mensajero: "Haz que éste entienda la visión". Esa orden debía ser ejecutada. En obediencia a ella, el ángel, poco tiempo después, volvió hacia Daniel, diciendo: "Ahora he salido para hacerte sabio de entendimiento"; "entiende pues la palabra, y alcanza inteligencia de la visión" (Dan. 8: 27, 16; 9: 22, 23, VM). Había un punto importante en la visión del capítulo octavo, que no había sido explicado, a saber, el que se refería al tiempo: el período de los 2.300 días; por consiguiente el ángel, al reanudar su explicación, se espació en la cuestión del tiempo: 63
"Setenta semanas están determinadas sobre tu pueblo y sobre tu santa ciudad. . . Sabe, pues y entiende, que desde la salida de la orden para restaurar y edificar a Jerusalén hasta el Mesías príncipe, habrá siete semanas, y sesenta y dos semanas; se volverá a edificar la plaza y el muro en tiempos angustiosos. Y después de las sesenta y dos semanas se quitará la vida al Mesías, y no por sí . . . Y por otra semana confirmará el pacto a muchos; a la mitad de la semana hará cesar el sacrificio y la ofrenda" (Dan. 9: 24-27).
El ángel había sido enviado a Daniel con el objeto expreso de que le explicara el punto que no había logrado comprender en la visión del capítulo octavo, el dato relativo al tiempo: "Hasta dos mil y trescientas tardes y mañanas; entonces será purificado el santuario". Después de mandar a Daniel que "entienda" "la palabra" y que alcance inteligencia de "la visión", las primeras palabras del ángel son: "Setenta semanas están determinadas sobre tu pueblo y sobre tu santa ciudad". La palabra traducida aquí por "determinadas", significa literalmente "desglosadas". El ángel declara que setenta semanas, que representaban 490 años, debían ser desglosadas por corresponder especialmente a los judíos. Pero, ¿de dónde fueron desglosadas? Como los 2.300 días son el único período mencionado en el capítulo octavo, deben constituir el período del que fueron desglosadas las setenta semanas; éstas deben, por consiguiente, formar parte de los 2.300 días, y ambos períodos deben comenzar juntos. El ángel declaró que las setenta semanas datan del momento cuando salió el edicto para reedificar Jerusalén. Si se puede encontrar la fecha de aquel edicto, queda fijado el punto de partida del gran período de los 2.300 días.
Ese decreto se encuentra en el capítulo séptimo de Esdras. (Vers. 12-26.) Fue promulgado en su forma más completa por Artajerjes, rey de Persia, en el año 457 AC. Pero en Esdras 6: 14 se dice que la casa del Señor fue edificada en Jerusalén "por mandamiento de Ciro, de Darío, y de Artajerjes rey de Persia". Estos tres reyes, al promulgar el decreto, confirmarlo y completarlo, lo pusieron en la condición 64 requerida por la profecía para que marcara el principio de los 2.300 años. Tomando el año 457 AC en el que se completó el decreto, como fecha de la orden, se comprobó que se había cumplido cada detalle de la profecía referente a las setenta semanas.
"Desde la salida de la palabra para restaurar y edificar a Jerusalén hasta el Mesías Príncipe, habrá siete semanas y sesenta y dos semanas" -es decir, sesenta y nueve semanas, o sea 483 años. El decreto de Artajerjes fue puesto en vigencia en el otoño del año 457 AC. Si partimos de esa fecha, los 483 años alcanzan al otoño del año 27 DC.* Entonces se cumplió esta profecía. La palabra "Mesías" significa "el Ungido". En el otoño del año 27 DC, Jesús fue bautizado por Juan y recibió la unción del Espíritu Santo. El apóstol Pedro testifica que "a Jesús de Nazaret. . . Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder" (Hech. 10: 38, VM). Y el mismo Salvador declara: "El Espíritu del Señor está sobre mí; por cuanto me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres". Después de su bautismo, Jesús volvió a Galilea, "predicando el Evangelio de Dios, y diciendo: Se ha cumplido el tiempo" (Luc. 4: 18; Mar. 1: 14, 15, VM).
"Y en otra semana confirmará el pacto a muchos". La semana de la cual se habla aquí es la última de las setenta. Son los siete últimos años del período concedido especialmente a los judíos. Durante ese plazo, que se extendió del año 27 al año 34 DC, Cristo, primero en persona y luego por intermedio de sus discípulos, presentó la invitación del Evangelio especialmente a los judíos. Cuando los apóstoles salieron para proclamar las buenas nuevas del reino, las 65 instrucciones del Salvador fueron: "Por camino de gentiles no vayáis, y en ciudad de samaritanos no entréis" (Mat. 10: 5, 6).
"A la mitad de la semana hará cesar el sacrificio y la ofrenda". En el año 31 DC, tres años y medio después de su bautismo, nuestro Señor fue crucificado. Con el gran sacrificio ofrecido en el Calvario, terminó aquel sistema de ofrendas que durante cuatro mil años había prefigurado al Cordero de Dios. El símbolo se encontró con la realidad, y todos los sacrificios y oblaciones del sistema ceremonial debían cesar.
Las setenta semanas ó 490 años concedidos a los judíos, terminaron, como lo vimos, en el año 34 DC. En dicha fecha, por decisión del Sanedrín judaico, la nación selló su rechazamiento del Evangelio con el martirio de Esteban y la persecución de los discípulos de Cristo. Entonces el mensaje de salvación, al no estar más reservado exclusivamente para el pueblo elegido, fue dado al mundo. Los discípulos, obligados por la persecución a huir de Jerusalén, "andaban por todas partes, predicando la Palabra". "Felipe, descendiendo a la ciudad de Samaria, les proclamó el Cristo". Pedro, guiado por Dios, dio a conocer el Evangelio al centurión de Cesarea, el piadoso Cornelio; el ardiente Pablo, ganado a la fe de Cristo, fue comisionado para llevar las alegres nuevas "lejos. . . a los gentiles" (Hech. 8: 4, 5; 22: 21, VM).
Hasta aquí cada uno de los detalles de las profecías se ha cumplido de una manera sorprendente, y el principio de las setenta semanas queda establecido irrefutablemente en el año 457 AC, y su fin en el año 34 DC. Partiendo de esta fecha no es difícil encontrar el término de los 2.300 días. Descontadas las setenta semanas -490 días- de los 2.300 días, quedan 1.810 días. Concluidos los 490 días, quedaban aún por cumplirse los 1.810 días. Si contamos desde el año 34 DC, los 1.810 años llegan al año 1844. Por consiguiente, los 2.300 días de Daniel 8: 14 terminaron en 1844. Al fin de ese gran período profético, según el testimonio del ángel de Dios, "el santuario" debía ser "purificado". De este modo la fecha 66 de la purificación del santuario -la cual se creía casi universalmente que se verificaría en ocasión del segundo advenimiento de Cristo- quedó definitivamente establecida.
Miller y sus colaboradores creyeron primero que los 2.300 días terminarían en la primavera de 1844, mientras que la profecía señala el otoño de ese mismo año. La mala interpretación de este punto fue causa de desengaño y perplejidad para los que habían fijado para la primavera de dicho año el momento de la venida del Señor. Pero no afectó en lo más mínimo la fuerza de la argumentación que demuestra que los 2.300 días terminaron en 1844 y que el gran acontecimiento representado por la purificación del santuario debía verificarse entonces.
El deber de comunicarlo a otros
Al empezar a estudiar las Sagradas Escrituras como lo hizo, para probar que son una revelación de Dios, Miller no tenía la menor idea de que llegaría a la conclusión a que había arribado . . . Pero las pruebas de la Santa Escritura eran demasiado evidentes y concluyentes para rechazarlas.
Había dedicado dos años al estudio de la Biblia, cuando, en 1818, llegó a tener la solemne convicción de que unos 25 años después aparecería Cristo para redimir a su pueblo. "No necesito hablar -dice Miller- del gozo que llenó mi corazón ante tan bella perspectiva, ni de los ardientes anhelos de mi alma de participar del júbilo de los redimidos. La Biblia fue para mí entonces un libro nuevo. Era esto en verdad una fiesta de la razón; todo lo que para mí había sido sombrío, místico u oscuro en sus enseñanzas, había desaparecido de mi mente ante la clara luz que brotaba de sus sagradas páginas; y ¡Oh! ¡Cuán brillante y gloriosa aparecía la verdad! Todas las contradicciones y disonancias que había encontrado antes en la Palabra desaparecieron; y si bien quedaban muchas partes que no comprendía del todo, era tanta la luz que de las Escrituras manaba para alumbrar mi inteligencia oscurecida, que al estudiarlas sentía un deleite 67 que nunca antes me hubiera figurado que podría sacar de sus enseñanzas' " (Id., págs. 76, 77).
"Solemnemente convencido de que las Santas Escrituras anunciaban el cumplimiento de tan importantes acontecimientos a tan corto plazo, surgió con fuerza en mi alma la cuestión de saber cuál era mi deber hacia el mundo, en vista de la evidencia que había conmovido mi propio espíritu" (Id., pág. 18). No pudo menos que sentir que era su deber impartir a otros la luz que había recibido. Esperaba encontrar oposición de parte de los incrédulos, pero estaba seguro de que todos los cristianos se alegrarían en la esperanza de ir al encuentro del Salvador a quien profesaban amar. Lo único que temía era que en su gran júbilo por la perspectiva de la gloriosa liberación que debía cumplirse tan pronto, muchos recibiesen la doctrina sin examinar detenidamente las Santas Escrituras para ver si era la verdad. De aquí que vacilara en presentarlas, por temor de estar errado y de hacer descarriar a otros. Esto lo indujo a revisar las pruebas que apoyaban las conclusiones a que había llegado, y a considerar cuidadosamente cualquier dificultad que se presentara a su espíritu. Descubrió que las objeciones se desvanecían ante la luz de la Palabra de Dios como la neblina ante los rayos del sol. Los cinco años que dedicó a esos estudios lo dejaron enteramente convencido de que su manera de ver era correcta.
El deber de hacer conocer a otros lo que él creía estar tan claramente enseñado en las Sagradas Escrituras, se le impuso entonces con nueva fuerza . . .
Empezó a presentar sus ideas en forma privada siempre que se le ofrecía la oportunidad, rogando a Dios que algún ministro sintiera la fuerza de ellas y se dedicara a proclamarlas. Pero no podía librarse de la convicción de que tenía un deber personal que cumplir dando el aviso. De continuo se presentaban a su espíritu las siguientes palabras: "Anda y anúncialo al mundo; su sangre demandaré de tu mano". Esperó nueve años; y ese peso continuaba gravitando sobre 68 su alma, hasta que en 1831 expuso por primera vez en público las razones de la fe que tenía.
Comienza un despertar religioso
Al pedido de sus hermanos, en cuyas palabras creyó oír el llamamiento de Dios, se debió que Miller consintiera en presentar sus opiniones en público. Tenía ya cincuenta años, y como no estaba acostumbrado a hablar en público, se consideraba incapaz de hacer la obra que de él se esperaba. Pero desde el principio sus labores fueron notablemente bendecidas para la salvación de las almas. Su primera conferencia fue seguida de un reavivamiento religioso, durante el cual treinta familias enteras, menos dos personas, se convirtieron. Se lo instó inmediatamente a que hablara en otros lugares, y casi en todas partes su obra tuvo como resultado un avivamiento de la obra del Señor. Los pecadores se convertían; los cristianos renovaban su consagración a Dios; y los deístas e incrédulos se sentían inducidos a reconocer la verdad de la Biblia y de la religión cristiana. El testimonio de aquellos entre quienes trabajó fue éste: "Consigue ejercer influencia en una clase de espíritus a la que no afecta la influencia de otros hombres" (Id., pág. 138). Su predicación despertaba interés en los grandes asuntos de la religión y contrarrestaba la mundanalidad y la sensualidad crecientes de la época.
En casi todas las ciudades se convertían los oyentes por docenas y hasta por centenares. En muchas poblaciones se le abrían de par en par las iglesias protestantes de casi todas las denominaciones, y las invitaciones para trabajar en ellas provenían generalmente de los mismos ministros de diversas congregaciones. Tenía por regla invariable no trabajar donde no hubiera sido invitado. Sin embargo, pronto vio que le era imposible atender siquiera la mitad de las invitaciones que se le hacían. 69
Evidencias de la bendición divina
Muchos que no aceptaban su modo de ver en cuanto a la fecha exacta del segundo advenimiento, estaban convencidos de la seguridad y la proximidad de la venida de Cristo, y de que necesitaban prepararse para ella. En algunas de las grandes ciudades sus labores hicieron extraordinaria impresión. Hubo taberneros que abandonaron su negocio y convirtieron sus establecimientos en salas de culto; los garitos eran abandonados; los incrédulos, deístas, universalistas y hasta libertinos de los más perdidos -algunos de los cuales no habían entrado en ningún lugar de culto desde hacía años- se convirtieron. Las diversas denominaciones organizaron reuniones de oración en diferentes barrios, y a casi cualquier hora del día los hombres de negocios se reunían para orar y cantar alabanzas. No se manifestaba una excitación extravagante, sino un sentimiento de solemnidad que dominaba a casi todos. La obra de Miller, como la de los primeros reformadores, tendía más a convencer el entendimiento y a despertar la conciencia que a excitar las emociones.
En 1833 Miller recibió de la Iglesia Bautista, de la cual era miembro, una licencia que lo autorizaba a predicar. Además, un buen número de miembros de su denominación aprobaban su obra, y le dieron su sanción formal mientras proseguía sus labores.
Viajaba y predicaba sin descanso, si bien sus tareas personales se limitaban principalmente a los estados del este y el centro de los Estados Unidos. Durante varios años sufragó él mismo todos sus gastos, y ni aun más tarde se le costearon nunca por completo los gastos de viaje a los lugares adonde se lo llamaba. De modo que, lejos de reportarle provecho pecuniario, sus labores públicas constituían un pesado gravamen para su fortuna particular, que fue menguando durante este período de su vida. Era padre de una numerosa familia, pero como todos los miembros de ella eran frugales y 70 diligentes, el campo que poseía bastaba para el sustento de todos.
La última de las señales
En 1833, dos años después de haber principiado Miller a presentar en público las pruebas de la próxima venida de Cristo, apareció la última de las señales que habían sido anunciadas por el Salvador como precursoras de su segundo advenimiento. Jesús había dicho: "Las estrellas caerán del cielo" (Mat. 24: 29). Y Juan, al recibir la visión de las escenas que anunciarían el día de Dios, declara en el Apocalipsis: "Las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra, como la higuera deja caer sus higos cuando es sacudida por un fuerte viento" (Apoc. 6: 13). Esta profecía se cumplió de modo sorprendente y pasmoso con la gran lluvia de meteoritos del 13 de noviembre de 1833. Fue éste el más extendido y admirable espectáculo de estrellas fugaces que se haya registrado, pues, "sobre todos los Estados Unidos el firmamento entero estuvo entonces, durante horas seguidas, en conmoción ígnea.
No ha ocurrido jamás en este país, desde el tiempo de los primeros colonos, un fenómeno celeste que despertara tan grande admiración entre unos, ni tanto terror y alarma entre otros". "Su sublimidad y terrible belleza quedan aún grabadas en el recuerdo de muchos . . . jamás cayó lluvia más abundante que ésa, cuando cayeron los meteoros hacia la tierra; al este, al oeste, al norte y al sur era lo mismo. En una palabra, todo el ciclo parecía en conmoción ... El espectáculo, tal como está descripto en el diario del profesor Silliman, fue visto en toda la América del Norte . . . Desde las dos de la madrugada hasta la plena claridad del día, en un firmamento perfectamente sereno y sin nubes, todo el cielo estuvo constantemente surcado por una lluvia incesante de cuerpos que brillaban de modo deslumbrador" (R. M. Devens, American Progress; o The Great Events of the Greatest Century, cap. 28, párr. 1-5).
En el Journal of Commerce de Nueva York, del 14 de noviembre de ese año, se publicó un largo artículo referente a 71 este maravilloso fenómeno, y en él se leía la siguiente declaración: "Supongo que ningún filósofo ni erudito ha referido o registrado jamás un suceso como el de ayer por la mañana. Hace mil ochocientos años un profeta lo predijo con toda exactitud, si entendemos que las estrellas que cayeron eran estrellas errantes o fugaces . . . que es el único sentido verdadero y literal".
Así se cumplió la última de las señales de su venida acerca de las cuales Jesús había dicho a sus discípulos: "Cuando veáis todas estas cosas, conoced que está cerca, a las puertas" (Mat. 24: 33). Después de estas señales, Juan vio que el gran acontecimiento que debía seguir consistía en que el cielo desaparecería como un pergamino que se enrolla, mientras la tierra fuera sacudida, las montañas y las islas fueran movidas de sus lugares, y los impíos, aterrorizados, tratarán de esconderse de la presencia del Hijo del Hombre. (Apoc. 6: 12-17.)
Muchos de los que presenciaron la caída de las estrellas la consideraron como un anuncio del juicio venidero: "Como un símbolo terrible, seguro precursor, señal misericordioso, de aquel día grande y terrible" (The Old Countryman, Portland, 26 de noviembre de 1833). Así se dirigió la atención de la gente al cumplimiento de la profecía, y muchos fueron inducidos a hacer caso del anuncio del segundo advenimiento.
La Biblia y solamente la Biblia
Guillermo Miller poseía grandes dotes intelectuales, disciplinadas por la reflexión y el estudio; y a ellas añadió la sabiduría del cielo al ponerse en relación con la Fuente de la sabiduría. Era un hombre de verdadero valor, que no podía menos que imponer respeto y granjearse el aprecio dondequiera se estimaran la integridad, el carácter y el valor moral. Al unir una verdadera bondad de corazón con la humildad cristiana y el dominio de sí mismo, era atento y afable con todos, y estaba siempre listo para escuchar las opiniones de 72 los demás y pesar sus argumentos. Sin apasionamiento ni agitación examinaba todas las teorías y doctrinas a la luz de la Palabra de Dios; y su sano juicio y profundo conocimiento de las Santas Escrituras le permitían descubrir y refutar el error.
Sin embargo, no prosiguió su obra sin encontrar violenta oposición. Como les sucedió a los primeros reformadores, las verdades que proclamaba no fueron recibidas favorablemente por los maestros religiosos. Como éstos no podían sostener sus posiciones apoyándose en las Santas Escrituras, se vieron obligados a recurrir a los dichos y doctrinas de los hombres, a las tradiciones de los padres. Pero la Palabra de Dios era el único testimonio que aceptaban los predicadores de la verdad del segundo advenimiento. "La Biblia, y solamente la Biblia", era su consigna. La falta de argumentos bíblicos de parte de sus adversarios era suplida por el ridículo y la burla. Se empleó tiempo, medios y talentos para difamar a aquellos cuyo único crimen consistía en esperar con gozo el regreso de su Señor, en esforzarse por vivir santamente, y en exhortar a los demás a que se prepararan para su aparición . . .
El instigador de todo mal no trató únicamente de contrarrestar los efectos del mensaje del advenimiento, sino de destruir al mismo mensajero. Miller aplicaba con sentido práctico la verdad bíblica a los corazones de sus oyentes, reprobaba sus pecados y turbaba el sentimiento de satisfacción de sí mismos, y sus palabras claras y contundentes despertaron la animosidad de ellos. La oposición que manifestaron los miembros de las iglesias contra su mensaje alentó a las clases bajas a ir aún más allá; y hubo enemigos que conspiraron para quitarle la vida al salir del local de reunión. Pero hubo ángeles guardianes entre la multitud, y uno de ellos, bajo la forma de un hombre, tomó el brazo del siervo de Dios, y lo puso a salvo del populacho enfurecido. Su obra no estaba aún terminada, y Satanás y sus emisarios se vieron frustrados en sus planes. 73
A pesar de tanta oposición, el interés en el movimiento adventista siguió en aumento. De decenas y centenas, el número de los creyentes alcanzó a miles. Las diferentes iglesias se habían acrecentado notablemente, pero al poco tiempo la oposición se manifestó hasta contra los conversos ganados por Miller, y las iglesias empezaron a tomar medidas disciplinarias contra ellos. Esto indujo a Miller a instar a los cristianos de todas las denominaciones a que, si sus doctrinas eran falsas, se lo probaran con las Escrituras.
"¿Qué hemos creído -decía él- que no nos haya sido ordenado creer por la Palabra de Dios, que vosotros mismos reconocéis como regla única de nuestra fe y de nuestra conducta? ¿Qué hemos hecho para que se nos arrojen tan virulentos cargos y diatribas desde el púlpito y la prensa, y para daros motivo para excluirnos a nosotros [los adventistas] de nuestras iglesias y de vuestra comunión?" "Si estamos equivocados, os ruego nos enseñéis en qué consiste nuestro error. Probadnos por la Palabra de Dios; harto se nos ha ridiculizado, pero no será eso lo que pueda jamás convencernos de que estamos en el error; solamente la Palabra de Dios puede cambiar nuestro modo de ver. Llegamos a nuestras conclusiones después de madura reflexión y de mucha oración, a medida que veíamos las evidencias en las Escrituras" (Id., págs. 250, 252).
Reacciones diferentes
¿Por qué la doctrina y la predicación de la segunda venida de Cristo fueron tan mal recibidas por las iglesias? Si bien el advenimiento del Señor significa desgracia y desolación para los impíos, para los justos es motivo de dicha y esperanza. Esta gran verdad que había sido consuelo de los fieles siervos de Dios a través de los siglos, ¿por qué se convirtió, como su Autor, en "piedra de tropiezo, y roca de caída" para los que profesaban ser su pueblo? Fue nuestro Señor mismo quien prometió a sus discípulos: "Si yo fuere y os preparara lugar, vendré otra vez, y os tomaré conmigo" (Juan 14: 3, VM). 74
El compasivo Salvador fue quien, previendo el abandono y el dolor de sus discípulos, encargó a los ángeles que los consolaran con la seguridad de que volvería en persona, como había ascendido al cielo. Mientras los discípulos estaban mirando con ansia el cielo para captar la última visión de Aquel a quien amaban, estas palabras atrajeron su atención: "Varones galileos, ¿por qué os quedáis mirando así al cielo? Este mismo Jesús que ha sido tomado de vosotros al Cielo, así vendrá del mismo modo que le habéis visto ir al cielo" (Hech. 1: 11, VM). El mensaje de los ángeles reavivó la esperanza de los discípulos. "Volvieron a Jerusalén con gran gozo; y estaban siempre en el templo, alabando y bendiciendo a Dios" (Luc. 24: 52, 53). No se alegraban de que Jesús se hubiera separado de ellos ni de que hubiesen quedado aquí para luchar con las pruebas y tentaciones del mundo, sino porque los ángeles les habían asegurado que él volvería.
La proclamación de la venida de Cristo debería ser ahora, tal como fue cuando la hicieron los ángeles a los pastores de Belén, una buena nueva de gran gozo. Los que aman verdaderamente al Salvador no pueden menos que recibir con aclamaciones de alegría el anuncio fundado en la Palabra de Dios de que Aquel en quien se concentran sus esperanzas para la vida eterna volverá, no para ser insultado, despreciado y rechazado como en su primer advenimiento, sino con poder y gloria, para redimir a su pueblo. Son los que no aman al Salvador quienes desean que no regrese; y no puede haber prueba más concluyente de que las iglesias se han apartado de Dios, que la irritación y la animosidad despertadas por este mensaje celestial.
Los que aceptaron la doctrina del advenimiento sintieron la necesidad de arrepentirse y humillarse ante Dios. Muchos habían estado vacilando bastante tiempo entre Cristo y el mundo; entonces comprendieron que era tiempo de decidirse. "Las cosas eternas asumieron para ellos extraordinaria realidad. Acercóseles el cielo y se sintieron culpables ante Dios" (Id., pág. 146). Nueva vida espiritual se despertó en 75 los creyentes. El mensaje les hizo sentir que el tiempo era corto, que debían hacer prestamente cuanto debían hacer por sus semejantes. La tierra retrocedía, la eternidad parecía abrirse ante ellos, y el alma, con todo lo concerniente a su dicha o infortunio eternos, eclipsaba por así decirlo todo objeto temporal. El Espíritu de Dios descansaba sobre ellos, y daba fuerza a los llamamientos ardientes que dirigían tanto a sus hermanos como a los pecadores a fin de que se prepararan para el día de Dios. El testimonio mudo de su conducta diaria equivalía a una censura constante para los miembros formalistas y no santificados de las iglesias. Estos no querían que se los molestara en su búsqueda de placeres, ni en su culto a Mamón ni en su ambición de honores mundanos. De ahí la enemistad y la oposición despertadas contra la fe adventista y los que la proclamaban.
Se desalienta la investigación
Como los argumentos basados en los períodos proféticos resultaban irrefutables, los adversarios trataron de anticiparse a la investigación de este asunto enseñando que las profecías estaban selladas . .
Los ministros y el pueblo declararon que las profecías de Daniel y Apocalipsis eran misterios incomprensibles. Pero Cristo había llamado la atención de sus discípulos a las palabras del profeta Daniel relativas a los acontecimientos que debían desarrollarse en tiempo de ellos, y les había dicho: "El que lee, entienda" (Mat. 24: 15). Y la aseveración de que el Apocalipsis es un misterio que no se puede comprender es rebatida por el título mismo del libro: "Revelación de Jesucristo, que Dios le dio, para manifestar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto . . . Bienaventurado el que lee, y los que oyen las palabras de esta profecía, y guardan las cosas en ella escritas; porque el tiempo está cerca" (Apoc. 1: 1-3) . . .
Ante semejante testimonio de la Inspiración, ¿cómo se atreven los hombres a enseñar que el Apocalipsis es un 76 misterio fuera del alcance de la inteligencia humana? Es un misterio revelado, un libro abierto. El estudio del Apocalipsis nos lleva a las profecías de Daniel, y ambos libros contienen enseñanzas de suma importancia, dadas por Dios a los hombres, acerca de los acontecimientos que han de desarrollarse al fin de la historia de este mundo.
Ante Juan se abrieron escenas relativas a la experiencia de la iglesia que eran de interés profundo y conmovedor. Vio las circunstancias, los peligros, las luchas y la liberación final del pueblo de Dios. Consigna los mensajes finales que han de hacer madurar la mies de la tierra, ya sea en gavillas para el granero celestial, o en manojos para los fuegos de la destrucción. Le fueron revelados asuntos de suma importancia, especialmente para la última iglesia, con el objeto de que los que se volvieran del error a la verdad pudiesen ser instruidos con respecto a los peligros y luchas que les esperaban. Nadie necesita estar a oscuras en lo que concierne a lo que ha de acontecer en la tierra.
¿Por qué existe, pues, esta ignorancia general acerca de tan importante porción de las Escrituras? ¿Por qué es tan universal la falta de voluntad para investigar sus enseñanzas? Es el resultado de un esfuerzo del príncipe de las tinieblas para ocultar a los hombres lo que descubre sus engaños. Por eso Cristo, el Revelador, al prever la guerra que se haría al estudio del Apocalipsis, pronunció una bendición sobre cuantos leyeran, oyesen y guardasen las palabras de la profecía (El Gran Conflicto, págs. 363-390).
PREGUNTAS PARA MEDITAR
1. ¿Qué clase de hombre era Guillermo Miller?
2. ¿Qué método de estudio usó Miller en su investigación de la Biblia?
3. ¿A qué resultados negativos había conducido la doctrina de la conversión del mundo?
4. ¿En qué sentido el texto de Daniel 8: 14 llegó a ser particularmente significativo? 77
5. Miller vinculó la purificación del santuario con la segunda venida de Cristo. ¿Qué creencia generalizada de aquel entonces lo condujo a esa conclusión equivocada?
6. ¿Cuándo y cómo llegó Jesús a ser el "Ungido"? ¿Cómo y cuándo cesaron "el sacrificio y la ofrenda"?
7. ¿Cuán significativos fueron estos eventos en la profecía de los 2.300 días de Daniel 8: 14?
8. Miller pasó siete años estudiando fervientemente la Biblia. ¿Cuántos fueron dedicados a una investigación inicial, y cuántos a una cuidadosa revisión?
9. ¿Por qué razones Miller vaciló en cuanto a comenzar a predicar?
10. ¿En qué sentido la predicación de Miller fue similar a la de los primeros reformadores?
11. ¿Por qué la predicación de Miller, al igual que la de los reformadores, suscitó la oposición de los "maestros religiosos del pueblo"? ¿Con qué sustituyeron éstos su falta de argumentos bíblicos?
12. ¿Por qué la predicación en cuanto a la segunda venida de Cristo fue tan mal recibida en las iglesias? ¿De qué manera afectó esa misma predicación a los que la aceptaron?
13. ¿Contra qué están protegidos los que leen, escuchan y guardan las palabras de la profecía de Apocalipsis? 78
(Cristo En Su Santuario de E. G. de White)
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